Ríos de tinta y de charlas interminables están relatando la mala suerte de España con los últimos Borbones. No se habla de los primeros del siglo XVIII, que son parte de la historia española - Pactos de Familia con Francia, despotismo ilustrado, regalismo, administración centralizada…-, pero desde el siglo XIX, con Fernando VII todo han sido desgracias. Traiciones de casi todos los hijos a sus padres y gobierno alejado de la sujeción constitucional. El mejor rey de los últimos Borbones era -con infinita diferencia - Juan Carlos I. Puesto por Franco, pero facilitador de la democracia. No tuvo la tentación de poner a un Primo de Rivera, un Carrero o un Franco, como alguno de sus antecesores.
Tras la alambicada operación de la transición democrática española en la que se consiguió un mínimo común denominador entre todas las fuerzas políticas democráticas y los postreros aparatos del franquismo volvemos al alambre. Se hicieron renuncias sin cuento por parte de muchos para evitar un derramamiento de sangre - aunque hubo dolorosos episodios trágicos- y lograr un sistema homologado con las democracias europeas. Se quedaron fuera las fuerzas terroristas y las de extrema derecha e izquierdas. El resto asumió una solución “menos mala”. No era perfecta, ni nadie lo dijo. Simplemente se construyó un sistema constitucional democrático similar a los sistemas de los países que nos rodeaban (por el norte, claro).
Entre los encajes que hubo que hacer estaba el de la corona. La monarquía -sin monarca - la restableció nominalmente Franco, declarando a España Reino, y reinando él mismo casi cuarenta años. La Constitución incluyó la monarquía parlamentaria en la rama Borbón de D. Juan Carlos y así fue ratificada - en bloque, no en una votación separada - la nueva reinstauración monárquica. Se votó la monarquía en la discusión de la Constitución en las Cortes. Ahí terminó el debate. Se entendió que era suficiente por la gran mayoría de las fuerzas parlamentarias.
Una monarquía cogida con alfileres necesitaba la ratificación diaria por los hechos. El 23 de febrero significó un paso trascendental en la aceptación del rey por el pueblo español. El nombre de Juan Carlos I quedó unido a su orden a los capitanes generales de mantenerse leales a la Constitución. Décadas más tarde los casos de Urdagarín y de Corinna van echando por tierra, piedra a piedra, el edificio de honorabilidad y afecto popular construido. Son muchos los años transcurridos en que la prensa, los miembros del gobierno y de las demás instituciones del Estado dejaron hacer al nuevo rey de su capa un sayo en la más completa opacidad. Hasta que Villarejo, Corinna y los fiscales suizos empezaron a desvestir el mito que quedó desdibujado junto a los elefantes muertos en el sur de Africa y las cuentas en paraísos fiscales. La abdicación no tardó en llegar y ya nada volvió a ser igual. No aprendieron.
La salida de España - exilio, huida, paréntesis, abandono, marcha o periodo vacacional - ha sido un error que recuerda demasiado a la de Alfonso XIII. Nada es igual pero tampoco es tan diferente. Al fin y al cabo es una salida obligada por hechos no probados pero si confirmados por las propias medidas adoptadas por el actual monarca - renuncia a su herencia, retirada de la asignación y salida de la Zarzuela-.
España se enfrenta a un problema. El Jefe del Estado -que lo es por sucesión dinástica- obligado a poner distancia de su antecesor y padre no es la mejor tarjeta de presentación. El monarca es honrado y ejemplar, pero la monarquía está herida. No es que sea necesaria la ejemplaridad, es que es imprescindible. Tanto como la transparencia en todas sus actuaciones. Demasiadas crisis acumuladas para estos momentos de constricción nacional por el Covid-19 y sus secuelas económicas.
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