Sí, Tinc por. Tengo miedo. Tinc por/tengo miedo y lo digo en catalán, este idioma al que amo porque en él amé una vez, y en español, mi querida lengua materna, la lengua con la que arrullaron mi infancia y con la que ahora tramito mi existencia.
Tengo mucho miedo y no me da vergüenza decirlo. Miedo no sólo por mí, al fin y al cabo ya mucho más cerca del fin que del principio, sino un miedo general por todos, por nuestros niños inocentes, por nuestros jóvenes desorientados y pletóricos, por nuestros viejos, que no merecen, como colofón a sus vidas, tener que asistir a un nuevo enfrentamiento entre españoles.
Aquí sería el momento de empezar a repartir culpas, unas culpas que incluirían también a nuestra sociedad. Nos ensañamos a veces con los políticos sin pensar que los políticos salen de la sociedad, y que es ella la que los conforma y patrocina. Sería el momento de las culpas pero van a permitirme que no me dedique a eso. Creo que sobran críticas, condenas y aspavientos más o menos bienintencionados, y faltan voces que, a media voz, con humildad, pidan sosiego, calma, buena voluntad y capacidad de diálogo.
Sé que es difícil. Las cosas han llegado a un extremo que, no se asusten, recuerdan a los meses previos a la Guerra Civil. Es verdad que no hay tiros, gracias a Dios. Pero los ánimos están caldeados, los bandos están dispuestos. De nosotros, y me refiero ahora a los ciudadanos de a pie, depende que contribuyamos a encender el fuego o a tratar de neutralizarlo. Hay mucha gente, inconscientes sin duda, que, tanto en Cataluña como en el resto de España, parece feliz en este ambiente de ruido y furia. En algunos púlpitos radiofónicos, en algunas conversaciones de bar, podemos asistir a la bravuconada más soez que pide ir “a por ellos” sin contemplaciones, o al disparate que pide desterrar de Cataluña a todo lo español, como si tantos siglos de convivencia pudiesen borrarse con un decreto gubernativo.
Tengo miedo/tinc por. Tengo miedo a una guerra civil y quiero compartir el miedo con ustedes, mis queridos lectores. No sólo para descargar mi pesadumbre, sino para animarles a que, cada uno en su pequeño ámbito –familiar, laboral, social-, contribuya a rebajar tensiones, a concederle al otro, al que piensa distinto, entidad humana.
Los viejos de mi infancia, cuando hablaban de la Guerra Civil, decían que preferían morirse setenta veces antes de tener que pasar otra vez por aquello. Eran sabios y prudentes aquellos viejos. Pido que, en su memoria, aprendamos de ellos y hagamos todo lo que esté en nuestras manos para evitar el desastre. Porque las guerras, lo leí una vez, no las gana nadie, pero las pierde todo el mundo. Mucho más aquellos que tratan de evitarlas.
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