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Diario de un anacoreta

"En mi tiempo, en mi vaivén temporal, he militado en el trajín de la opulencia. Más tarde, fui el administrador de la precariedad. Han logrado, escúchame atentamente, mutarme en un saco de huesos..."

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Se me caen los pantalones de viejos y por hambre. Metamorfoseé el olfato con precisión, reajusté mi cinturón y sólo conservé el aroma de una suculenta cena que, impasible, retiré con la orden de volcarla en el cubo de los desperdicios. Pronto aprendí a enjugar mis lágrimas, amansar las emociones y a cerrar la boca.  Pasé a engrosar - al lado de mi joven madre - el patrimonio de la casa. En el instante en que nos ofrecieron faena a cambio de olla y litera, ella, esa pobre mujer mía, les prometió gratitud eterna y no alcanzó a medirla con equilibrio. No nos educan en lo importante; lo comprendimos demasiado tarde.
Ambos ocupamos la trastienda del mundo, sin vida propia, asistiendo las ajenas en una eficaz y obligada cadena de exigencias sin calendarios. Te parecerá increíble pero mi madre, ninguna vez, percibió un sueldo y, sin embargo, amó a esta familia incluso más que a su propio hijo. Los tiempos han cambiado, me dirás, y razón llevas pero de su lento oscilar… no me fío y no te fíes, es un péndulo de refinada y calculadísima matemática.
En mi tiempo, en mi vaivén temporal, he militado en el trajín de la opulencia. Más tarde, fui el administrador de la precariedad. Han logrado, escúchame atentamente, mutarme en un saco de huesos. Lo sé, soy un pálido sonajero de bebé, un murmullo descalcificado que labora levantando persianas, arrastrando el descascarillado carrito del servicio. Le tendrás pronta antipatía, no lo dudes y por mucha grasa que le apliques no cejará de chirriar. Por cierto, mañana deberás frotarlo con suma delicadeza - entre nosotros, el dorado es de mala calidad aunque insistan en lo contrario -.  
Ya ves, he soportado el humor del señor según su indiscutible y extremada voluntad de dirigente de las guerras internas. En su decrepitud erguida en la vertical, es un ciclope sedentario a la mesa de su oxigenado barco y navega en un océano igual al náufrago doblado en dos que guarda en el bolsillo de la chaqueta.
¿Y la señora? La conocerás en breve, ¡escúchala! Ya taconea sincopadamente sobre la tarima flotante del velero de cal que veremos precipitarse en un mar hirviendo de codicias. Ella juega a ser una dama, una niña bonita que bañan, peinan, engalanan y exhiben. En verdad, descubrirás que su presencia es una pasarela de paseos inquietos. 
He apaciguado las bravatas de la descendencia peleando en sordina por una carantoña, por un peldaño del trono, especulando, sospechando y maquinando recelos, pueriles cortesanos de lo insano. He visto caer sus máscaras - una y otra vez e incontables son las veces - con tal estrépito y vulgaridad, que he sonreído a sus espaldas y reído a carcajadas en su presencia con mi sonrisa pétrea, la más entrenada.
Si quieres, te la ensenaré. Será mi regalo de bienvenida, pequeña doncella.
Has de cuidarte, no creas cualquier cosa que te confiesen pues te utilizarán de recipiente de sus contiendas y anhelos. No hagas todo de una sola vez, las horas son largas, insulsas. Aprende a administrar tu tiempo. Se alimentarán como pirañas de él sin preguntarte. Ni siquiera te pedirán con naturalidad el más sencillo deseo y querrán disponer de ti según dispongan y tú, pequeña doncella, has de estar dispuesta.
Evita sucumbir a sus prosaicos deseos de grandeza y cuida de que no bloqueen tu camino enredando compromisos que no te pertenecen. He barrido sus maldades, limpiado las malicias hasta convertirme en el agujero cómplice de sus enfermizas aprensiones. Es cierto, no perseguí la vida con ilusión, tuve miedo y busqué refugio en el oficio. No imaginas la de horas que he invertido para refinar y perfeccionar los diferentes estilos de la excelencia en la servidumbre. Muchas damas me tentaron con jugosos aguinaldos si entraba a formar parte de su servicio doméstico y yo - al igual que mi madre - poseía una habitación prestada para imaginar un principio de hogar.
Por ello, me incliné por la intemperie de las indecisiones.
Sí, confiadamente me confiné en la falsa seguridad de los muros: si no me daban permiso para entrar, no lo hacía, si no me convocaban, esperaba, si dormían yo no reposaba… Y diluyendo las horas, los meses, los días, los años en las múltiples órdenes, mis ánimos y mis ropas prestadas se han ido malgastando.
Tan anodino me he vuelto que ésta misma mañana, limpiando el espejo del dormitorio, descubrí la imagen de un hombre garabateado de gris.
¿Quién eres? Soy yo, respondió un lejano eco en mi pecho. ¿En mi pecho?
Por más que limpié el espejismo no logré reencontrarme y menos todavía reconocerme. Por eso te hablo mirándote a los ojos, pequeña doncella. Solicito ver materializada mi voz en tu fresco e inocente rostro y por favor, si sonríes me ayudarás a desenredar el ovillo que sufro enmarañando en mi interior.
He de advertirte que ésta es la primera y la última - bueno, quizás la penúltima - conversación personal. Espero que no tengas sueño pues dudo en finalizar antes del amanecer. Piensa que es… ¡el primer servicio! ¡Sí! Escucharme resultará ser tu estreno.
Mucho antes de tu nacimiento, mi pequeña doncella, la ciudad se postró en la decadencia. Los que no huyeron de la desidia del esplendor permanecieron relegados en la mortaja de las memorias. Dijeron adiós a los pomposos eventos, se despidieron de los paseos por la avenida en un ridículo relumbre de falsos brillos y ostentosas sonrisas. Las paredes se destiñeron, el magnífico alumbrado redujo su haz, la noche se pobló de indefinidas sombras y los barrenderos desatendieron un barrer interminable. Mi ciudad, fatalmente incapacitada por el despilfarro, exilió los colores, adoptó la apatía y cada uno responsabilizó al otro, a la otra, a tal o cual. Nadie hizo nada por nada, ni por nadie. 
Hubo quienes planearon estrategias de escape simulando unas felices vacaciones sin retorno. Yo subsistí, claro, ¿a dónde iba a ir si me es indiferente lo que ocurre afuera?
En compañía de estas paredes de mármol de pacotilla, con los marcos desnivelados, he madurado tranquilo y si bien no alcancé ni gocé de oportunidades de materializar la ternura, sé muy bien su significado. He visto los estragos de su ausencia. Por ello has de atesorarla, defenderla, incluso esconderla. Harás lo correcto si proteges tu ternura. Y una sugerencia: no te abrumes por los erráticos surcos del suelo de los pasillos. Intuirás que son el rastro de las suelas de goma circulando en la brumosa monotonía. Intenta esquivarla. ¿A quién? A la monotonía, ¿me estás atendiendo?
La primera vez que disfruté de una habitación propia llovían relámpagos anunciando el otoño. No dormí en esa noche de cielos abiertos cobijado en un lecho de mentiras.  Si se dirigen a ti con dulzura no te engañes. Con seguridad ocultan una febril manipulación. Ponte en guardia y disimula la aprensión, el asco. Son muy inteligentes, y estoy convencido de que podrían ser peligrosos si la vida les colocara en... Pero, bueno, no pongas esa cara, ¿no tendrás miedo, verdad? Tú puedes ser más lista, más fuerte, no permitas lo impermisible, mi pequeña doncella, si quieres yo te ayudaré. No permitiré que te lastimen, ¿quieres que te lo prometa? Está bien: te doy mi palabra de anacoreta doméstico de que no te abandonaré a la intemperie de las indecisiones.
¡Brindemos por los dos!
Nota: fragmento del texto adaptado para
los Medios de Comunicación.

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