Nos acostumbramos muy fácilmente a los elogios, al punto de querer ser protagonistas a diario de los acontecimientos en los que participamos, ya sean éstos en mayor o menor medida de cierta redundancia social o personal.
Habitualmente sufrimos síndromes de personalidad extraviada, sin valor, ubicación en el entorno o en aquellos ámbitos cotidianos, donde simplemente formamos parte de la mal llamada ´masa´ que suele conformar la generalidad del colectivo humano. De ahí que tengan tanto éxito las nuevas tecnologías y, sobre todo, aquellas plataformas cuya finalidad es hacer patente con la presencia nuestra actividad diaria, a modo de aquella novela 1984 que escribiera George Orwell en la que, a través de pantallas, todo se controla.
En la actualidad la existencia del personaje no es enigmática, siempre aparece, dice su nombre real en la mayoría de los casos y no es una invención por parte del Partido, como fuera en la novela, pero sin embargo sí es utilizada como arma propagandística para infundir al resto de los comunicados la impresión que de nosotros mismos tenemos o deseamos tener.
Existe un afán propagandístico fuera de toda duda, cercano al más puro narcisismo y que suele emanar de aquella otra incomunicación cuyo vértice opuesto nos suele sumir también en la más oscura de las soledades.
No vamos a descubrir nada nuevo repitiendo lo ya definido por algunos sociólogos como “Sociedad Tecnológica Avanzada”, ni tampoco sería conveniente hablar de los hartamente ensalzados beneficios que proporciona, así como de los temores, incertidumbres, desigualdades sociales o nuevas formas de poder que surgen con el uso de estas tecnologías y el impacto que suponen en el vertiginoso día a día.
Lo que no cabe duda es que proporcionan, por no decir obligan, nuevas formas de comportamiento tanto individual como social y que tienen en su génesis, desarrollo y consumo, un componente psicológico de envergadura y consecuencias reales.
No nos hemos preocupado en conocer de dónde han salido estas herramientas que con tanto énfasis utilizamos, generando aquél otro síndrome de dependencia en el uso continuado y casi histérico en muchos casos. Pero no cabe duda que en su uso y en no pocas ocasiones, vemos reflejada aquella necesidad de sentirnos presentes y hasta generosamente atendidos en las redes por las que navegamos.
Tanta es la necesidad que hasta el pudor se sonroja, viéndonos sorprendidos con datos cuya fiabilidad, por repetidos en el historial, nos indican hasta el número de calcetín que usamos y que vienen a ser excusas de los silencios que nos acompañan en nuestra intimidad. Por otro lado, la necesidad se hace devoradora de profusas declaraciones que no nos atreveríamos a hacerlas mirando a los ojos o simplemente acariciando la piel.
¿Por qué tenemos esa necesidad? ¿Por qué estos nuevos medios de comunicación ocupan tanto tiempo en nuestros días? Si dijéramos que somos humanos para concluir sobre las debilidades que nos acompañan sería demasiado simple como argumento. Pero no nos equivocaríamos si aludiéramos, como comentábamos al principio, a la perentoriedad de vernos reconocidos en mayor o menor medida, de sentirnos presentes en la vida del otro, de conquistar con un emoticono o con un simple corazón, la atención que quien por no tenerlo enfrente, está al otro lado del ´hilo´.
Sin embargo, y en este caso afirmamos, el humano sigue siendo humano y en su reconocimiento se encierran todas las riquezas que atesora, al igual que todas las debilidades que le acechan, reflejadas a través de las mil pantallas y pantallazos que proporciona esta era moderna, era digital, era tecnológica, con una presencia convertida en descaro que no proporciona otra cosa sino una señal: la carencia del acercamiento.
No es vanidad lo que es perfectamente reconocible y por derecho reconocido en el otro. Pero sí podría serlo, suplantar, tergiversar, versionar presencias lejos de la realidad y sobre todo poner en valor a través de hashtag – ¡vaya con los anglicismos! – contenidos cuya distancia con quienes los suscriben, forman parte más de la imaginación que de la propia realidad.
Al final, siendo humanos, más valdría una sonrisa. Más aún una mirada. Y desde luego, como no, un ramo de flores que nos permita sentir la vida del color que más nos guste, sin necesidad de contener la respiración o de sentirnos ahogados en el multiforme, dislocado y a veces engañoso mundo de la pantalla.
Una de flores, dos cervezas y mucho cariño.
Recetas aún válidas en la no menos válida vida humana de instantes vívidos y por vivir.