A veces, suelo cambiar de rumbo, para dejarme fecundar por la esencia de ciertos rincones mágicos de la comarca. Habiendo surgido por última vez la semana pasada, cuando en una inhóspita y yerma mañana, fue azotada mi serenidad por una ventolera, incitándome a ventear la paja de los graneros.
Pero, al tener necesidad antes de partir de disfrutar de un cálido baño. Cuando el lagarto de la pastilla de jabón se percató de mis intenciones, salió escopeteado atrincherándose debajo del canapé de mi dormitorio. Y ante su negativa a acompañarme al ser alérgico al agua, tuve que llevar a cabo una dura negociación con él para que saliera. Accediendo tras prometerle que haría las gestiones oportunas, para que lo nombraran lagarto mayor de su lagarta preferida. Ya aseado, me calcé las sandalias de esparto, me cubrí la encimera con el sombrero, me puse el zurrón en bandoleras y le coloqué las riendas a mi borriquillo de nombre Capote. Y, me encaminé hacia la barriada de San Isidro, escuchando por el camino un LP de Triana Pura, procurando en lo posible que no ladraran los chuchos, para percibir nítidamente las vibraciones que emitían los duendes.
Pero, no sé si por culpa de mi hidalga estampa quijotesca, similar a esos ilustres viajeros de siglos pasados, oía los chirridos de los cerrojos de portones y ventanales, cuando cerraban los fantasmas a cal y canto las moradas, por temor a percibir el influjo bohemio y crítico de este Caballero Cubierto. Sin embargo, esa actitud represora, para nada perturbó la aromatización de mis sentidos, porque juzgar por las apariencias es lo común que ocurra en la mediocridad y hasta en salones nobles de ciertas sociedades culturales, sindicales, deportivas, políticas o recreativas. Pero en fin, paciencia que es la ley de todas las ciencias. Porque al encontrarme ya en la plaza del barrio por la esquina donde estaba la farmacia, pregunté a un transeúnte de cierta edad a qué hora abrían la iglesia. Contestándome con esa guasa aesireña: “¡Pisha rezar tú con esas pintas!, mejor será que vayas al bar de Pepe Troya, para que abreve la bestia que te acompaña”. Le hice caso, pero lo de bestia no sé si lo dijo por Capote o por mí. Y lo de rezar llevaba razón porque jamás rezo como las beatas y capillitas. Pero me apetecía visitar al Señor de Algeciras –amigo que nunca falla– y rezarle mi oración favorita que dice: “Señor, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar. Valor para cambiar aquellas que puedo. Y sabiduría para reconocer la diferencia”.
Y, cuando por fin llegué al lugar recomendado, até las riendas de Capote en los barrotes de la fachada principal del establecimiento. Acercándole una espuerta con habas y un serón con agua fresca. Adentrándome a continuación en el bar diciendo: No tengo gasolina pa el mechero, ¿puedo repostar en este templo de tanta solera?.
Pepe Troya, al verme exclamó: “¡Cómo estás José, cuánto tiempo pisha mía!”. Bien y tú le contesté. “¿Qué te trae por aquí de nuevo?”, me preguntó. Vengo a contemplar una vez más las fotografías añejas que tienes en las paredes. Y mientras las saboreo, ponme una telera de pan de Pelayo, un plato de polvorones y una botella de agua mineral con gas.
Les confieso, que en el primer repaso que le pegué a esas imágenes algecireñas me fertilizaron. Pero cuando me encontraba en el cenit de mis gozos con la boca llena, sufrí unas extrañas contracciones, al observar en la vitrina central una fotografía de medio cuerpo, de la concejala de Izquierda Unida de Algeciras Inmaculada Nieto, entre una figura de Franco vestido de militar y otra del toro negro de Osborne. Y tras romperse el embrujo y exclamar, ¡vaya tela! Inmortalicé con mi cámara fotográfica esa significativa composición artística. Despidiéndome de Pepe con una sonrisa marchándome. Deseando, estimadas-os lectores, que no arda Troya, porque cualquier parecido con la realidad, de parte del contenido de esta tribuna, es pura coincidencia.