Se abrazó a su padre y aspiró su aroma como solía hacer cada vez que lo hacían.
—¿Huelo bien? —Preguntó su padre.
—Sí —respondió ella.
—¿Y a qué huelo? —volvió a preguntar el padre.
—Hueles a todas esas veces que meciste mi cuna. Hueles a esos kilómetros que hacías para trabajar sin dormir, porque te tocó una niña llorona, a coplas de carnaval para dormirme, a paseos por el pueblo con historias increíbles, al beso de buenos días de antes de irte (de los que de la mitad a penas me enteraba, pero sé que me los dabas), a excursiones de domingos descubriendo nuevos rincones, a colecciones de cintas de cassette y libros que reunías para mi hermana y para mí, a chucherías, a desayunos que preparas antes de ir a trabajar, porque siempre voy justa de tiempo, a miradas que dicen más que las propias palabras. Hueles a protección, a seguridad, a complicidad, hueles a refugio. Hueles a hogar.
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