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Lo que hacemos en las sombras: la inmortalidad está sobrevalorada.

Su segunda temporada no llega a la exigencia cómica de la primera, pero garantiza la risa a costa de sus patéticos y entrañables vampiros

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En 2014, los neozelandeses Jemaine Clement y Taika Waititi convirtieron en película de culto Lo que hacemos en las sombras, que ellos mismos coprotagonizaban, y en la que narraban las vicisitudes diarias de un grupo de vampiros en formato de falso documental. Cinco años después, HBO les encargó su adaptación a la televisión: diez capítulos, de apenas 20 minutos cada uno, bajo idéntica fórmula, aunque ambientados en este caso en Staten Island y con nuevos personajes, aunque Clement y Waititi se reservan sendas apariciones estelares en el hilarante episodio del consejo de vampiros, al que se suman Tilda Swinton (amante vampiro en Solo los amantes sobreviven), Evan Rachel Wood -la reina vampira de True blood- y Wesley Snipes, como Blade, por supuesto, como muestra del nivel de genialidad que se permiten en la primera temporada.   

La serie mantiene intactas las técnicas del mockumentary, aunque renueva a su trío protagonista -Nandor (Kayvan Novak), Nadja (Natasia Demetriou) y Laszlo (Matt Berry)-, y sustituye el eje narrativo de la película -la instrucción de un joven al que acaban de convertir en vampiro- con la incorporación de un “familiar”, Guillermo (Harvey Guillén) -el sirviente de la casa, que aspira a convertirse en vampiro, aunque siempre ve frustrados sus intentos y termina por descubrir que su auténtica naturaleza es la de cazavampiro- y un vampiro “energético” (Mark Proksch), que vive -supuestamente- de absorber la energía de sus compañeros de trabajo con sus conversaciones anodinas y narcotizantes.

El éxito en televisión ha dado para una segunda temporada, estrenada este año, que no llega a la exigencia cómica de la anterior, pero garantiza más de una risa a costa de sus patéticos y, a la postre, entrañables chupasangres, anclados eternamente a un pasado glorioso e irrenunciable que constituye su auténtica coraza frente al paso del tiempo, de manera que su inmortalidad, más que un beneficio, termina convertida en la reiteración de una vida sometida al capricho de las obsesiones de su posición privilegiada. En definitiva, lo que vienen a poner de manifiesto es que la inmortalidad está sobrevalorada, como le reconoce la propia Nadja a una anciana ante cuya ventana se asomaba cada noche cuando era niña: a su edad ya no merece la pena vivir para siempre.

 

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