Las citas previas

Publicado: 19/10/2020
Autor

Paco Melero

Licenciado en Filología Hispánica y con un punto de locura por la Lengua Latina y su evolución hasta nuestros días.

El Loco de la salina

Tengo una pregunta que a veces me tortura: estoy loco yo o los locos son los demás. Albert Einstein

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Aunque a mí la Cita que más me gustaba era la que hacía esquina frente al quiosco Emilio.
Ayer por la mañana me llevé una sorpresa en el manicomio. Iba a ir al retrete (palabra que ya se perdió, menos en la taberna El Embrujo de La Isla que la conservan afortunadamente) y tuve que pedir cita previa. Estaba ocupado hasta las 12 horas y me dieron cita a las doce y cinco. Aguanté lo que pude y no me descompuse gracias a la camisa de fuerza. Pero es que más tarde, cuando me dejaron salir a dar una vuelta por La Isla, me acerqué al médico para tomarme la tensión y me dijeron que nones, porque no tenía cita previa. Luego fui a comprar un paquete de pipas y el hombre me preguntó si tenía cita previa. Paso por el Ayuntamiento y allí está el cartel: “Si no tiene cita previa, ni aparezca por aquí”. Es más, quise hablar con el loco de mi vecino y me soltó que sin cita previa lo tenían que matar para hablar conmigo. De un tiempo a esta parte, si no pides cita previa, estás perdido. Aunque, digo yo, que las citas tienen que ser previas, no van a ser después de habernos visto. Pero ¿qué está pasando? ¿Ya no se tiene en cuenta ese punto de improvisación del que hacemos gala los gaditanos? ¿No vale para nada ese impulso vitalista y loco que nos dice de pronto: voy a ir al médico o me voy a acercar a comprar chucherías sin temor a que me pidan el papel de la cita? ¿Estamos fuera de la modernidad si un día nos da un aire repentino y nos dirigimos a cualquier sitio de La Isla sin cita previa? Pues parece que sí.

El sistema de citas previas es un silencioso paso más para hacernos funcionar como los noruegos, que son más cuadriculados que los blocs de García Bozano. Y eso aquí, a la larga, termina por desaparecer, porque los gaditanos no estamos acostumbrados a vivir amarrados al futuro, sino al presente más rabioso. Ya lo dijo Horacio: “Carpe diem” (agárrate al presente). Nosotros no servimos para acordarnos dentro de unos cuantos meses de que tenemos una cita pendiente. Es de locos pensar que somos máquinas como los escandinavos y que tenemos que vivir pendientes de una programación hecha cada vez con más antelación. Y ¿saben lo que está pasando? Pues que, como todo el mundo tiene que pedir cita previa a la fuerza, se han desbordado y te la dan para cuando el tranvía esté funcionando o para cuando a los dueños del chiringuito les salga de allí mismo. En todo caso, los locos pensamos que nuestra presencia física y mortal molesta y no nos quieren ni ver.

Antes se empleaba la palabra cita para tres cosas. La primera era para decirle al toro (con perdón) que se le estaba esperando de lejos. Citar al toro consistía en mover el capote o la muleta para que el bicho acudiera. La segunda era para decirle a la novia el lugar y el momento del encuentro más o menos erótico. Ya lo cantaba Miguel Ríos: “Dame una cita, vamos al parque…”. Y la tercera era para poner entre comillas una frase de algún autor sobre cualquier pamplina que se le hubiera pasado por la cabeza. Pero hoy la cita consiste en grabarnos el calendario en el pecho y en funcionar a base de avisos, preavisos y previsiones. No hay derecho.

Aunque a mí la Cita que más me gustaba era la que hacía esquina frente al quiosco Emilio y que tan fabuloso café tenía hasta que la cerraron y nos quedamos sin cita y sin previa.

 

 

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