Jerez

La misión: de Jerez a Perú contra el hambre

El sacerdote José Luis Calvo dejó San Rafael en enero para impulsar en Perú una gran red de donaciones y alimentar a unas 8.000 personas desfavocidas

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Una de las ollas desde las que se reparten los alimentos para familias necesitadas

El sacerdote José Luis Calvo durante una visita a los cerros de Nueva Rinconada

Se puede morir de COVID-19, pero no de hambre”, reza el lema del sacerdota José Luis Calvo, que el pasado enero puso rumbo a Perú desde la Diócesis de Asidonia Jerez donde ha establecido una gran red de donaciones para llenar cada día 88 ollas comunes y alimentar a unas 8.000 personas desfavorecidas en uno de los rincones de mayor pobreza de Lima.

Con esa consigna, este sacerdote natural de Salamanca, pero perteneciente a la Diócesis de Jérez, donde era párroco en San Rafael, acudió a la llamada de auxilio que venía de los empinados cerros de Nueva Rinconada, en Pamplona, un populoso barrio del distrito limeño de San Juan de Miraflores donde el hambre amenazaba con apoderarse de sus 9.000 familias.

Allí, la cuarentena destruyó sin piedad sus frágiles y pobres economías. Vivían sin ahorros de lo que ganaban cada día y, abruptamente, se quedaron sin trabajo ni nada que llevarse a la boca, confinados en sus rudimentarias casas de madera contrachapada y techo de calamina, donde no tienen agua potable ni desagüe. Para subsistir afloraron las ollas comunes, un tipo de cocina colectiva donde cada familia aporta lo que tiene a mano para que todos tengan un plato de comida al simbólico precio de 1 sol (0,28 dólares), pero desde abril esas ollas se quedaron vacías.

“La gente venía desesperada, sin alimentos y sin dinero para comprar más comida”, cuenta Calvo, de 59 años, al que la pandemia le sorprendió casi recién llegado en enero a la humilde parroquia Sagrado Corazón de María, enclavada entre los cerros de este rincón de Lima que la niebla envuelve en invierno.

“Al llegar me sorprendió que ni siquiera había agua en la parroquia. Posiblemente sea una de las más pobres de la Diócesis de Lurín (en la zona sur de Lima), pero es inmensa, rodeada de cerros con toda su gente en situación de extrema pobreza”, describió.

Gracias a su experiencia en Cáritas en España, Calvo convirtió en un abrir y cerrar de ojos esta parroquia en un gran centro de reparto de ayuda para 150 asentamientos humanos, como se conoce en Perú a estas improvisadas urbanizaciones colgadas en los cerros, pobladas por migrantes llegados a capital en busca de oportunidades. Todo aporte es bienvenido por pequeño que sea. “Todo suma”, afirma el cura, desde dinero para comprar más comida a leña para cocinar, utensilios escolares, pañales y ropa de abrigo, muy necesaria ahora que la humedad invernal cala hasta los huesos.

Desde la parroquia se reparten semanalmente los alimentos para cada olla, registrada en una lista que incluye asentamientos tan nuevos que no están siquiera en el censo nacional, lo que les dejó sin las ayudas estatales que el Gobierno dio en cuarentena a hogares pobres.

“Al principio fue muy difícil porque solo teníamos la ayuda de Cáritas, pero no fue imposible llegar a todas las ollas. Siempre estamos atentos a cualquier llamada”, relata María Guevara, coordinadora del equipo pastoral de la parroquia, formado por unos 15 voluntarios. Hay ollas de 10 familias y otras de 50, pero en todas conocen ya al padre José Luis, que diariamente sube y baja las empinadas escaleras de estos cerros para conocer sus necesidades.

Aunque la cuarentena terminó el 30 de junio, la precaria situación sigue igual, y más del 70 % de las 54 familias que forman el Asentamiento Humano Las Piedras continúan desempleadas. De su olla común salen 75 raciones de desayuno y almuerzo. “Esto tiene para más rato. Hay gente que sigue sin trabajo y necesita apoyo. Calculamos que seguirá así hasta inicios del año entrante”, comenta Wilmer Saravia, coordinador de la olla común de este asentamiento. “Somos una zona muy vulnerable. Necesitamos mucho apoyo y toda ayuda es bienvenida, porque nos motiva a seguir trabajando para las familias que no pueden sostenerse económicamente”, añadió.

Varios vecinos se reparten las tareas para preparar el almuerzo en el local comunal. La caseta está coronada por una bandera blanca, indicativa de que en ese lugar se hace una olla común. Como esa, decenas de banderas blancas se ven ondeando a lo largo y ancho de estos cerros. Cerca de ellas se eleva el humo de los guisos. Uno de esos humos sale del asentamiento Pedregales Alto, donde cocinan una sopa para 110 personas, pero su coordinadora, Rosa Ortiz, aclara que a la mitad se les da la comida sin nada a cambio por ser familias en extrema vulnerabilidad. “Vivimos en una zona muy aislada y la situación es muy fuerte. Tenemos madres solteras con cuatro o cinco niños. Mucha gente se ha quedado sin trabajo, y no han recibido el bono del Estado”, explica Ortiz. Cualquier sitio vale para hacer la olla común, incluso al aire libre, como en el asentamiento El Paraíso, donde Avelina Mantilla, alista el almuerzo para 75 personas. “Necesitamos apoyo”, se lee en el cartel que tiene atrás.

Más arriba, en el asentamiento Flor de Amancaes, uno de los más altos de Nueva Rinconada, los vecinos recogen el menú en fiambreras y baldes. Las raciones solo llevan frijoles y arroz. No hay carne. “A veces aquí la carne es un lujo”, recuerda el padre José Luis.

Mientras continúa su visita, el cura no para de recibir llamadas de gente que quiere contribuir, especialmente desde que apareció en dos reportajes de la televisión local. Hay quien le llama para ofrecer 50 pollos y otros, como un grupo de jubilados, que quiere aportar 200 soles (unos 56 dólares). “Mi teléfono echa humo. Si quiero empezar bien el día, que es rezando, tengo que estar en la capilla a las 5:00, porque ya desde las 6:00 empiezo a recibir llamadas y no me da tiempo a nada hasta las 18:00 que tengo la misa”, indicó Calvo.

“No hemos podido solucionar todos los problemas, pero creo que ponemos un granito de arena y un poco de esperanza para estas familias”, concluye

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