Alejandro Merello
Puede que los más jóvenes del lugar no me crean si les digo que había un tiempo no muy lejano, allá por los finales de los años ochenta, en el que se premiaba más las relaciones sociales que el mérito particular. En el que los amigos eran tesoros “calculables”, que se traducían en oportunidades para engrosar la cuenta bancaria. En el que “si no te lo llevabas tú, otro más listo se lo llevaría”. Sí, les hablo de la cultura del pelotazo.
Lo peor de esta corriente -por fortuna, cada día más erradicada- era la permisividad con la que se contemplaban los chanchullos a los que la clase política nos llegó a acostumbrar. Todos conocíamos a un fulano que tenía un primo, que a su vez era amigo del hijo del ministro tal, del alcalde pascual o del concejal aquel, que tanto ímpetu ponían en favorecer a los que estuvieran dispuestos a pagar la habitual contraprestación.
Y el pícaro español, simpático y buscavidas, pasó a ser el listo de turno. Un ser ostentoso, que exhibía su membrecía al club del pelotazo con coches de alta gama y casoplones como los de Galapagar.
Y de esos listos, todavía tenemos algunos deambulando por la zona. A veces, en forma de infractores de las normas que a otros nos confinan. De hecho, con muchos me cruzo a diario que siguen sin entender qué significa la práctica deportiva de manera individual. Porque el listo de turno siempre antepone el beneficio particular al de los otros, pero lo peor no es eso, lo peor viene cuando somos permisivos con ellos. Verán, estos días al quejarme en mi entorno de estos infractores amantes del deporte colectivo, mis allegados reaccionaron de distinta manera.
Todos apoyaron mi denuncia, pero así como unos me decían que no debía ser tan intransigente, otro me decían que también yo practicara deporte en grupo, “porque todo el mundo lo hacía”. Y ahí está el mal. Mientras sigamos siendo permisivos con el infractor, estamos fomentando que otros los tomen de ejemplo. Las sociedades han evolucionado de muchas maneras a lo largo de la historia y les aseguro, que la pasividad y la permisividad jamás fueron motores de esa evolución.
Puede que piensen que llevo este escrito a mi terreno -al fin y al cabo, no dejo de ser yo quien teclea en el teclado-, pero es que sigo observando esa misma permisividad en las prácticas políticas de hoy. Y como le dije en su día a un antiguo compañero de filas, hoy con encomiendas económicas en nuestro Consistorio, el problema está en el ejemplo que damos a los más jóvenes, permitiendo que los que no obran correctamente lleguen donde los justos.
Para muestra un botón: el caso Antonio Saldaña, implicado recientemente en un incidente de circulación, presuntamente por triplicar la tasa de alcohol permitida. Saldaña, al que consideraba una persona válida hasta que observé que estaba dotado de hilos de marioneta, ha pedido perdón públicamente y ha argumentado que compensará este “error” trabajando por su ciudad... desde su cargo de concejal y de diputado provincial, claro, no piensen que los va a abandonar. Asume Saldaña, en sus propias palabras, el error y la posible sanción, pero un servidor público que se salta la norma no debe reducir su pena a “asumir la culpa, el error y la sanción”.
Es más, este tipo de errores deben ser un indicador claro de la puerta salida, no una excusa para seguir en su cargo público y mucho menos, utilizarlo para reforzar su presencia en política. Permítanme que les dé un consejo, un ruego, mejor dicho: no demos un paso atrás, no permitan que los listillos se hagan con el lugar de los justos… y sobre todo, no demos ese ejemplo a las futuras generaciones.
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