No se puede estar a favor de la eutanasia y de la muerte digna a la vez porque son conceptos antagónicos. La confusión semántica es alentada interesadamente por parte de quienes consideran una conquista social facilitar la muerte a quien lo solicite.
Sin embargo la muerte digna no tiene nada que ver con lo que quieren los partidos de izquierdas y las derechas nacionalistas vascas y catalanas. La muerte digna es aquella que se produce con todos los alivios médicos adecuados y los consuelos humanos posibles. Denominada ortotanasia, no es una muerte bajo petición ni a demanda. Es en esto en lo que se tendría que trabajar en el Congreso de los Diputados. El proyecto de ley de cuidados paliativos es el que urge realmente.
También apelan al CIS para justificar la necesidad de la Ley de la Eutanasia, pero el argumento es blandito: si la mayoría de los españoles estuviera de acuerdo en expulsar a una minoría étnica, ¿la Cámara Baja tendría que ponerse a trabajar en el armazón legislativo para posibilitarlo? La demanda social real, me refiero a personas que están en situación límites y que han solicitado la muerte son, por fortuna, escasísimos. Incluso en casos como el de Inmaculada Echeverría, la laxa legislación española, permitió que se le retirara la respiración asistida al tratarse de “una retirada de consentimiento informado por un rechazo de tatamiento”. Éticamente aceptable.
Los expertos sí alertan de que la legalización de la eutanasia “conduciría a los médicos y familiares a deslizarse hacia su aplicación en casos de enfermos inconscientes o incapaces que no han expresado su autorización (teoría de la pendiente resbaladiza)”. Al respecto, el especialista Íñigo Ortega Larrea estudió el fenómeno en los pocos países que había dado luz verde a la eutanasia y concluyó que “el descenso por la pendiente es inevitable, aunque según las circunstancias propia de cada país se puede producir a distintas velocidades”. Y, lo más importante, añadió que “el efecto que produce este principio es bastante grave: la desprotección jurídica de los grupos más vulnerables de la sociedad, de los que carecen de medios para defenderse o están en situación precaria”.
No es asunto menor. Los informes de la Sociedad Española de Salud Pública y Administración Sanitaria (Sespa) apuntan a que, en plena crisis, un 4,5% de los encuestados aseguraba que había dejado de tomar algún medicamento recetado por un médico de la sanidad pública porque no se lo pudieron permitir; en el caso de los parados, el porcentaje era del 7,9%. Las mujeres de clase social baja tienden a utilizar menos los servicios ginecológicos o las mamografías y citologías preventivas. Esta es la clave. Efectivamente, arreglar las desigualdades, garantizar el acceso a tratamientos y medicamentos es caro. La eutanasia resulta barata. Lo verdaderamente progresista es mejorar el sistema sanitario y reivindicar la vida. No hace falta, por cierto, ser de comunión diaria para estar en contra de la eutanasia. Lo han hecho la Sociedad Española de Cuidados Paliativos y la Asociación Española de Bioética y Ética Médica. Y los comunistas portugueses en 2018 porque, dijeron, “es un retroceso de la civilización”.
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