Ha muerto Damián Caneda. Solía decir mi querido Manuel Alcántara, que falleció en primavera a los 91, que todos los hombres mueren jóvenes. Es una frase de Robert Louis Stevenson, el autor de La isla del tesoro o El extraño caso del Dr.Jekyll y Mr.Hyde, considerando que sea cual sea la edad a la que te toque, siempre será demasiado pronto, siempre te hubiera podido quedar vida por delante. Todos los hombres, así pues, mueren jóvenes; pero algunos demasiado jóvenes. Damián Caneda se va con 65. La ley de la vida. Damián pudo haber sido un gran alcalde de Málaga, pero no llegó a serlo porque coincidió con otro gran alcalde, Francisco de la Torre. Quizá sintió lo que han sentido los tenistas de la generación de Nadal y Federer: en otro momento habrían triunfado, pero ahí no había espacio. Siendo primer teniente de alcalde, supo que no sería alcalde y prefirió irse a tiempo.
Tenía vocación por la política, aunque no era un político. Como empresario, tenía determinación y no creía en los tiempos dilatados gratuitamente. Si no había oportunidad, a otra cosa. Tenía, además, la cultura del sportman, del genuino deportista, en su caso como jugador de baloncesto: era un ganador. La idea de perder no le resultaba ofensiva, porque de hecho un deportista es quien mejor aprende a ganar y perder, pero sí le resultaba inaceptable no poder siquiera competir. Cuando entendió que sus propósitos eran inviables, se retiró sin excusas.
Como empresario sí pudo disfrutar del carácter como competidor por el que lo fichó Alfonso Queipo en Melilla para ser jugador en El Palo, luego en el Caja y finalmente entrenador de Maristas que acabaría por presidir. No por eso descuidó sus planes de estudiar Económicas, y también abordar Ciencias Políticas. Pisó las moquetas del Congreso y el Senado, donde fue vicepresidente, y después el Ayuntamiento, su mayor ilusión. En el sector de hostelería deja su impronta en La taberna del Obispo, La Boheme o El Balneario. Soñaba despierto, y no se dormía sin pelear por sus sueños. Nunca fue conformista; siempre tuvo el instinto de no rendirse para cambiar las cosas. Y lo hizo además con elegancia, peleando duro pero guardando siempre las formas. En este Diccionario Moral, que no Catálogo Razonado de Vicios y Perversiones, se le dedica la entrada de la honorabilidad porque supo honrar su instinto del deber. Y al cabo, de creer a Shakespeare, la honorabilidad vale más que la propia vida. Que la tierra le sea leve.
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