Notas de un lector

Dermopoesía

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Olga Marqués, experta dermatólogo y mujer inquietísima en lo profesional como en lo cultural, ha sabido hacer realidad un proyecto largamente acariciado: el de pergeñar una antología sobre el tema de la piel en la poesía, que ha editado Reprosot, propiciando un cuidado volumen de casi quinientas páginas.


Lo presenta un breve prólogo de Alberto Infante -quien firma también el epílogo-, al que sigue una introducción de la autora. De ella dice Infante que es “tan observadora, que la curiosidad de su ojo clínico la lleva más allá del ejercicio médico cotidiano y la proyecta hacia manifestaciones artísticas donde haya muestras de su especialidad”; de ahí que se refiera a su libro “La piel en la pintura”, merecedor sin duda del mayor elogio.

No lo es menos el libro que comento (“La piel. Antología poética”. Madrid, 2009), que ella define como “una selección de poemas que va desde el periodo clásico hasta nuestros días, en la que la piel protagoniza el tema”. Tras un intenso rastreo y el análisis de más de mil poemas, se ha llegado al presente florilegio, distribuido en tres apartados: la piel, las enfermedades de la piel y la piel herida.

La meticulosidad de Olga Marqués, la ha llevado, v.g., a subdividir el primer apartado en la piel propiamente dicha, más el tacto, el olor, el color, el envejecimiento, el cabello y la estética de la piel; la segunda, en catorce epígrafes, que van desde la lepra al sida, y la tercera, en otros siete. Visto así, pudiera parecer que estamos ante un tratado médico, más que ante una obra lírica; pero no: gana la poesía, a través de un riquísimo muestrario, tan grato como sorprendente.

Sorprente, digo, porque no es fácil suponer que materia tal diera tan jugosa y abundante cosecha. El desfile comienza con Griselda Álvarez Ponce de León, mexicana de principios del XX (“Tu piel madura, tan festiva al tacto/ como llovida en plenitud te envuelve…”) y lo cierra Louis Bourne, virginiano de 1947, con su poema en torno al cuadro de Góngora “Saturno devorando a sus hijos” (“Labios negros abarcan quieta presa”).

En medio quedan los clásicos, Jorge Manrique, Garcilaso, Góngora (“Mientras por competir con tu cabello,/ oro bruñido al sol relumbra en vano”), Quevedo, Lope, Villamediana…; los poetas del 27 -Salinas, Guillén, Dámaso, Gerardo, Lorca, Aleixandre (“Toda la quemazón, la historia de la tristeza,/ el resto de las arrugas, la miseria de piel roída”); Pablo Neruda o Cavafis, Octavio Paz o Luis María Murciano, Rosalía de Castro o Julieta Valero, Nicolás Guillén o Manolo Romero, Rimbaud o Luis Alberto de Cuenca, José Martí o Juan Ramón Jiménez (“La niña, rosa y negra, moría en carne viva./ Todo le lastimaba. El roce de los besos,/ el roce de los ojos, el aire alegre y bello”).

En suma, un verdadero río de poesía airosa y variopinta, encauzado por gracia de una mujer laboriosa, ejemplo de tenacidad y buen hacer. Suyo es el título que encabeza estas líneas, con el que ella abre a su vez el texto inicial, y donde amablemente nos invita a entrar y a disfrutar “de las caricias de las palabras y también de su temblor compasivo”.

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