En la segunda mitad del siglo XIX, cuatro poetas franceses —Charles Baudelaire (1821-1867), Paul Verlaine (1844-1896), Arthur Rimbaud (1854-1891) y Stéphane Mallarmé (1842-1898), establecen un antes y un después en la poesía europea durante la travesía hacia la modernidad que es el Simbolismo.
En Baudelaire alientan formas y motivos trasvasados desde las regiones más lúgubres del ser con presencia de lo satánico, estados mentales provocados por estupefacientes y las andanzas por los suburbios del vicio, pero también una nostalgia de la unidad eterna y una “sed insaciable de todo lo que está más allá”, los verdaderos paraísos de la ensoñación y el sueño nocturno, donde cohabitan lo natural y lo sobrenatural, mientras se adivina la existencia de un enigma, una señal fuera del tiempo, por detrás de la realidad y en lo más hondo del espíritu, que vendría a coincidir con una alquimia ontológica extendida a la ideología de la estética simbolista, en la cual las cosas no son sino símbolos de un universo superior, unitario e invisible, que sólo el poeta, transformado en vidente, como dirá Rimbaud, puede sacar a la luz.
La rígida y tenaz laboriosidad con que Baudelaire produce su poesía, la eficacia transformadora del lenguaje, invitan a una comparación con los desvelos requeridos por el Opus Magnum; una dolorosa alquimia, como en el poema “Alquimia del dolor”: Hermes desconocido que me asistes / y que siempre me intimidas, / tú me haces al igual de Midas, / el más triste de los alquimistas; o el satanismo (un Satán carente de significación cristiana, identificado con la percepción del tiempo que pasa), desplazándose paradójicamente hacia el polo opuesto, la perfección neoplatónica de la belleza ideal, según un esquema dualista que hace pensar en las concepciones maniqueas y gnósticas que el autor de Las flores del mal indagó en los iluminados del siglo XVIII, en Joseph de Maistre y en Swedenborg: ¡Gloria y alabanza a ti, Satán, en las alturas / del Cielo, donde tú reinas, y en las profundidades / del Infierno, donde, vencido, sueñas en silencio!.
La ambientación ocultista era real y nada novedosa tanto en la literatura como el arte; es más, llegaría a configurarse como una marca de temporada (larga temporada) y, en esencia, un arsenal retórico-simbólico, que es de lo que, se mire por donde se mire, estamos hablando; es decir, de un lenguaje: “Esa agudeza del pensamiento, ese entusiasmo de los sentidos y la mente, han tenido que parecer al hombre de todas las épocas el mejor de los bienes; por eso, sin tener en cuenta más que el placer inmediato y sin que le preocupe violar las leyes de su constitución, ha buscado en la ciencia física, en la farmacia, en las bebidas más groseras y en los perfumes más sutiles, bajo todos los climas y en todos los tiempos, la manera de huir, aunque sea por unas horas, de su habitáculo de fuego, y, como dice el autor de Lázaro: «de alcanzar el Paraíso de golpe». ¡Ay! los vicios del hombre, por muy llenos de horror que se los suponga, contienen la prueba (¡aunque sólo sea por su expansión infinita!) de su afición a lo infinito; sólo que es una afición que se equivoca de camino con frecuencia” (Los paraísos artificiales). Es una impronta iluminista; cuando la palabra encarna la unidad del cosmos y la palabra poética restituye la comunión del hombre con esa unidad en un acto de misterio sagrado. Los lenguajes de la poesía, la música y las artes plásticas se reencuentran con los propios del esoterismo en una concordancia de escrituras, imágenes, volúmenes y armonías hacia un mismo horizonte aparentemente metafísico.
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