Bajo el título de “Intramuros”, ve la luz el primer poemario de Jaime Cedillo (1990). Este periodista cultural, colaborador en distintos medios y con poemas publicados en diferentes revistas literarias. afronta ahora su bautismo lírico.
Y lo hace con un libro vitalista y solidario, con un verbo que atrapa y que amnistía esa primera juventud que ya empieza a ser vivencia empírica.
Dividido en cuatro apartados, “Amarga tierra”, “Eros esquivo”, “Poesía dócil” y “Testimonio”, el conjunto avanza articulado por una estrecha vinculación con la intimidad del yo, con la espontaneidad de unos sentimientos que afloran -aún-puros y fulgurantes. Sabe el autor toledano que la poesía “es lo que ocurre antes/ de interrumpir el vuelo” y, por eso, sus alas lo llevan hasta un exilio donde reconocerse, donde descubrir el desconsuelo y de la dicha, el miedo y la bondad de haber crecido en la certeza de lo que más importa: “Sin saberlo entendí que los valores/ se aprenden en el patio de la escuela,/ la dignidad se gana en una plaza/ con un balón por medio/ y no existe castigo o reprimenda/ que no pueda con un niño enamorado”.
En su personal combate, Jaime Cedillo asume una perspectiva reflexiva y, al mismo tiempo, rememorativa de un tiempo y un espacio ya inaprensible, pero pleno de escenas y territorios que no podrán nunca borrarse. De ahí, que su intuición le lleve a conciliar aspectos cotidianos que terminan derivando en una indagación más honda sobre su acontecer. Con sobria sensibilidad, su verbo testimonia los desvelos de aquello con lo que el corazón no puede, ni consiente: “En mí el amor, amor, no essuficiente./ Es una cara b respecto al tuyo,/ una imitación falsa/ de una moneda que se tira al aire/ y siempre sale cruz”.
Dice Jordi Doce en su epílogo que son estos poemas “la calcomanía lúcida -y a veces sabiamente lúdica- de un hambre de vida y de futuro”. Y, en efecto, la llama del presente y del vívido horizonte, pugna por no apagarse, por perdurar, por seguir siendo protagonista de una aventura que privilegia los paisajes y personajes familiares. Sobre todo el de la madre -a quien está dedicado el libro- y que emerge como símbolo telúrico de lo amatorio, idealizada alegoría, reivindicación de dicha y de refugio en la patria de la infancia y del mañana: “A tus cincuenta, madre,/ pienso en quién eres/ y no me salen las cuentas/ para hablar de mí y que no seas tú quien salga de mi boca (…) Medio siglo de amor a vida o a muerte,/ arrastrando mi pecho contra el tuyo,/ cerrándome las puertas de la casa/ para abrirme ventanas a otro mundo (…) El mundo diferente del que me hablabas siempre/ en el que viviré gracias a ti”.
“Intramuros” es, al cabo, un poemario que surge como diálogo infinito del alma, que respira la certidumbre de un poeta con muy buenos mimbres, consutiles maneras y que convoca un decir cómplice, multiforme y confesional: “Y a ti, que ahora sostienes/ mi verso entre las manos y preguntas/ quién está al otro lado, te diría: ¿Qué importa quién sea el poeta/mientras hable de ti?”.
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