Sevillaland

Guiso

Hubo un tiempo, no tan lejano, en que los mejores restaurantes de la ciudad de Sevilla guisaban el toro recién coreografiado en la Maestranza, y luego sajado...

Publicado: 21/04/2019 ·
23:43
· Actualizado: 21/04/2019 · 23:43
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Autor

Jorge Molina

Jorge Molina es periodista, escritor y guionista. Dirige el programa de radio sobre fútbol y cultura Pase de Página

Sevillaland

Una mirada a la fuerza sarcástica sobre lo que cualquier día ofrece Sevilla en las calles, es decir, en su alma

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Hubo un tiempo, no tan lejano, en que los mejores restaurantes de la ciudad de Sevilla guisaban el toro recién coreografiado en la Maestranza, y luego sajado a espada, para que los comensales disfrutasen de ese gusto que genera la carne entreverada con las descargas del miedo a la muerte. Servilleta al cuello, en sus mesas se producía un rito que en el viejo Mediterráneo, al Este de Roma, al norte de Egipto, sólo los sacerdotes y los tiranos pudieron disfrutar: comerse al tótem para ostentar su fuerza.

Desde ayer, en el coso hispalense, vuelve a ejecutarse un rito en el que ya nadie cree como exorcismo. Ya no se domeñan morlacos con un taparrabos micénico y el pelo recogido con una corona de laurel por parte de los elegidos,  los muchachos cuyo corazón se anclaba a las tradiciones a través de la poesía o la venganza, dos impulsos imparables.

Hoy, torear es una gimnasia adornada por esta cultura millenial. Los toreros han posado para revistas y anuncios de autobús. Anuncian ropa o afeites de alta virilidad.

Los más atrevidos encabezan listas electorales y prometen que en la nueva Creta llamada España ellos derrotarán al Minotauro que abraza mortalmente al país, territorio político que ellos siempre denominan patria, la palabra que nunca pronunció Dios.

Pero, no nos engañemos, todavía queda algo gigantesco que sobrevive a pesar de que la carne de toro se almuerce sin respeto alguno en cualquier bar entre gritos soeces. Ese algo es la muerte. Después de la Semana Santa -la gran fiesta de la muerte con su poco creíble final-, los aficionados de Sevillaland están preparados para mirarla a la cara desde su abono.

No es casual que los trajes de toreros acaben utilizados por las vírgenes procesionales en sus pasos, pues evidencia lo obvio: es un todo, una forma de vida, una cultura, que necesita del artificio para expresarse. Esto es grande, porque nos vincula con tradiciones milenarias. Los arqueólogos que descubran dentro de 10.000 años enterrado un paso de palio, quizás crean a bote pronto que se trata de una estructura ritual egipcia. O una carroza imperial de Baco. O un tráiler en especial esmerado del día del orgullo gay.

Sale el primer toro a la plaza y en los tendidos las bocas se secan. Un hombre, astutamente, vocea cubatas entre las apretadas gradas. Los toreros sienten el roce de los alamares sobre sus hombros. Cerca, chefs mofletudos preparan en los restaurantes los guisos de cola de vaca o agallas de merluza, a elegir. El aperitivo es único: la muerte. 

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