“Yo quise ser como los hombres quisieron que yo fuese:/ un intento de vida,/ un juego al escondite con mi ser./ Pero yo estaba hecha de presentes”. Con esa desnuda sinceridad escribía Julia de Burgos (1914 – 1953). Y con esa fulgurante confesionalidad pergeñó una obra breve y plena de intensos contrastes
Poetisa del dolor y de la ausencia, su verso sigue sonando a pureza, a mariposa triste que buscaba en su aleteo su misma salvación. Sabía la poetisa puertorriqueña que la vida no había sido bondadosa con ella:una infancia compleja, llena de obstáculos -dificultades económicas y un padre alcohólico al que Julia tenía que ir a rescatar porque gustaba de cantar borracho entre las tumbas- marcaron su posterior duelo existencial. Tras obtener el título de Maestra en la Universidad de Puerto Rico,en 1934 se casa con Rubén Rodríguez Beauchamp. Su matrimonio no duró más de tres años y fue el primero de sus distintos desengaños. El amor, sin embargo, la lleva en 1940 hasta Nueva York, prendado el corazón de un médico dominicano, Juan Isidro JimenesGrullón. Por él, para él y con él, emprende un viaje sin retorno: “Para amarte/ me he desgarrado el mundo de los hombros,/ y he quedado desierta en mar y estrella,/ sencilla/ como la claridad./ Aquí no hay geografía para manos ni espíritu./ Estoy sobre el silencio y en el silencio mismo/ de una transmutación/ donde nada es orilla…”.
Ahora, gracias a la edición de “Julia de Burgos. Yo soy mi ruta” (Torremozas. Madrid, 2019), su figura y su verso reviven y refundan su devoción por la palabra. En su introducción, Luzmaría Jiménez Faro retrata con esmero las principales claves de la escritora boricua. En 1938, dio a la luz su primer libro, “Canción de la verdad sencilla”. Ella misma fue por la Isla vendiendo ejemplares. Con los beneficios trataba de afrontar los gastos del cáncer que diagnosticaran a su madre -fallecida en octubre del siguiente año-. En aquel poemario, ya se adivinaba el desconsuelo y el vacío que anidaba en el alma de Julia: “Yo, fatalista,/ mirando la vida llegándose y alejándose/ de mis semejantes./ Yo, dentro de mí misma,/ siempre en espera de algo/ que no acierta mi mente”.
Tras su periplo norteamericano y sus desavenencias matrimoniales, viaja a Cuba, donde pasa un tiempo plagado de luces y sombras.
En 1939, se edita “Canción de la verdad sencilla”, donde se derraman “poemas de una entrega total, porque el sentido del amor es tan amplio que abarca erotismo, pasión desmedida, abandono del yo y comunicación espiritual”. Sin duda, son estos textos en los que puede descubrirse el mejor decir de Julia de Burgos, su latido más lírico, más revelador, más doliente, más humano: “Amado,/ esta noche de luna/ pálida de dormirme/ se subleva mi verso,/ y no hay eco tendido por mi espíritu/ que en mi abandono no secunde al cielo…”
En 1945 se casa con Armando Marín, pero poco después su matrimonio vuelve a quebrarse. Regresa a Nueva York, el alcoholismo se adueña de sus días y le diagnostican una cirrosis. Tras visitar varios hospitales, su situación se agrava y acaba malviviendo en el desamparo de la calle. Muere en julio de 1953, con tan solo 39 años y es enterrada en una fosa común. Gracias a las fotos tomadas de su cadáver, su cuerpo pudo exhumarse y ser llevado hasta Puerto Rico.
En 1954 se publicó de forma póstuma “El mar y tú”, su más amarga e íntima canción: “Debe ser la caricia de lo inútil,/ la tristeza sin fin de ser poeta”.
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