Eutopía

Y le conté un cuento

Hoy me atrevo a narrar mi experiencia de ayer. Un ejemplo sencillo y cotidiano de cómo la infancia nos puede dar inmensas lecciones de humanismo

Publicado: 20/11/2018 ·
12:44
· Actualizado: 20/11/2018 · 12:44
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Autor

Belén Ríos Vizcaíno

Belén Ríos es trabajadora Social. Profesora de la Universidad de Huelva.

Eutopía

Activista Feminista. Compañera partícipe de la Defensa de los Derechos Humanos y Movimientos LGTBIQ

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Hoy me atrevo a narrar mi experiencia de ayer. Un ejemplo sencillo y cotidiano de cómo la infancia nos puede dar inmensas lecciones de humanismo. Menor de 6 años. Después de una jornada infinita de colegio, actividad extraescolar, inabordable lista de deberes y el ritual preliminar de dormirse… lo observo. Está totalmente ensimismado. Su cabeza, en la almohada. Los nudillos de su mano izquierda apoyaban su mentón. Confieso que me causó curiosidad. Y como si de un adulto se tratara, le lanzó una pregunta: “¿Te pasa algo? Si quieres me lo cuentas, claro”. Él me mira sonriendo y me contesta que no sabe explicármelo. Que piensa y que está preocupado… Conecto en un microsegundo todas mis alarmas. Indago brevemente y nada. En ese momento se da cuenta de que lo que me ha comunicado ha dejado mi rostro en plena confusión. Y caigo en la cuenta de que las personas menores que nos rodean incorporan como esponjas todo lo que esta sociedad nos impone y que a ellas/os también les arrastra: la competitividad, la atmósfera de responsabilidades, las continuas prisas porque siempre se “llega tarde”, los prohibidos, la paradoja de que pidan o no, van a recibir incluso por encima de las posibilidades de la unidad convivencial, los “sin filtros” de las nuevas tecnologías, los horarios laborales imposibles, las ausencias o las presencias sobrecargadas…. Se da cuenta de que en ese momento era yo la que estaba inquieta. Vuelve a sonreír, me acaricia la cara y me dice: “Por favor. ¿me cuentas un cuento?” “Claro, te voy a leer el libro que te explica lo que es y lo que hay en el espacio”, le contesté. Media hora más tarde y una vez detallada la Vía Láctea, las galaxias, las órbitas, lo satélites, la misión de las naves espaciales y del equipo de astronautas, y el porqué y para qué de lo que se hace en el exterior… sigue sin dormirse. Me pide, nuevamente, que le hable de los planetas. Le detallo, más lentamente, sus nombres y características.  Me señala con su dedo índice, primero la Tierra. Y después la Luna. Y me pregunta: “¿Los niños que viven en la Luna son más felices que los de aquí? Imagínense… mi respuesta: “No, cariño. Igual de felices”,le contesté, quedándome con el “pesar” de que con esa contestación sí le estaba “contando un cuento”. Y con el “bienestar” de verle sonreír, seguramente aliviado, porque la felicidad no era exclusiva de su historia personal. Antes de asegurarse de que iba a “estar” hasta que se durmiera, me lanzó con la gratuidad y la espontaneidad de esa “inocencia primera” un “te quiero”. Le devolví las mismas palabras. Le dije que lo haría siempre, aceptando y respetando quién es y cómo es.  Sin etiquetas. Que lo haría sin ninguna expectativa, excepto la de que sea feliz y haga todo lo posible por hacérselo a sí mismo y por los demás. Resistiéndose, ya sin fuerza alguna, al sueño… me cuestionó: ¿Hasta la Luna? Y ahí le dije la más auténtica verdad, y a su vez, mi mayor compromiso desde que supe que iba a existir: “Te quiero. Y lo haré de aquí a la Luna. De aquí a todos los planetas conocidos. Y de aquí a todos los planetas que nos quedan por descubrir”. Se durmió… su cara no mostraba ya preocupación, sino serenidad. La que tiene la infancia cuando reciben Amor con incondicionalidad (pero con “límites”), con tiempo, con gestos… Ayer fue un gran día.  Mi “yo adulta” recibió otra lección magistral de un alma grande de tan sólo 6 años.

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