Ganador el pasado año el Premio Nacional de Poesía por “Casa Misericordia”, el poeta leridano nos ofrece un poemario pleno de sinceridad y emoción. En su acostumbrada línea de sugeridora destreza verbal y enigmático pálpito, se mueven estos poemas del ayer y del futuro, que vienen tamizados por un aroma a despojamiento, a resignada aceptación de la fugacidad del hombre.
“Cuanto más viejo me hago, no reconozco otra aventura que valga más la pena que la propia vida”, escribía Margarit en el epílogo a su anterior poemario. Estos nuevos poemas llevan en su interior la sed y el ansia de lo que queda por vivir, pero en su cántico también asoman acentos donde la belleza se hace temblor, que dejan a la intemperie un corazón cansado y triste: “Soy viejo y no deseo que se me reconstruya./ Conozco bien mi oscuridad,/ las brasas, las antorchas:/ no hay otra claridad que la del propio fuego”.
A lo largo de su amplia obra, ha sabido ahondar en el misterio poético con un verso que ensancha la realidad y que al mismo tiempo hiere y sana al lector. La desolación y el consuelo han ido parejos a su proceso creador y, ambos han sido el hilo conductor de muchos de sus mejores textos. El vate catalán se nos muestra Misteriosamente feliz, a sus setenta años, al saber que la escritura redime, cura y reconforta porque aquello que el alma calla, la poesía lo hace íntimo y personalísimo idioma: “De pie ante la ventana/ hay un viejo desnudo: mira los girasoles/ y siente el frío del cristal/ donde, con un rumor de batería/ la lluvia golpeó toda la noche./ También sonríe: no desea nada/ porque, con el mañana, también muere el pasado”.
Tantos años batallando frente al verso, han conformado su singular corpus poética, que ha ido llenándose de matices, de cromatismo, de autobiografía. Todo ello, unido a su devota constancia literaria ha desembocado en una indisoluble relación vida-poesía, de la que sigue alimentándose -alimentándonos- en cada entrega: “Para que nunca se pierda lo que perdura de ti, la noche suelda con su sombra/ el círculo de la luna./ Lentamente, nuestra vida/ está entrando en mis poemas./ En ellos te esperará”.
Se adentran, pues, estos versos, por las meditaciones de un hombre que observa y analiza la existencia desde su perfil más maduro. En ocasiones, su personal desahogo se torna un feraz sacudimiento de la conciencia (“Llevo todos los años que hemos vivido juntos/ como un pesado abrigo una noche de invierno”), un estímulo que conlleve una honda reflexión (“Ser viejo es entender el sexo de la muerte”), un universo de vanas y tercas desesperanzas (“Cuando nos despedimos/ de una ciudad, los viejos/ lo hacemos para siempre”).
Confiemos en que su “despedida” sea tan sólo momentánea y pronto saludemos un nuevo poemario de Joan Margarit junto a “la puerta de la alegría”.
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