Tres años atrás, María Luisa García Ochoa (1955) daba a la luz su primer poemario, “Última campanada del silencio”, galardonado con el premio Paul Beckett. Desde este mismo espacio, dejé escrito que la poetisa madrileña cimentaba su quehacer en un sobrio equilibrio donde alternaban belleza, armonía y musicalidad. Aquel libro citado, se abría con una luminosa confesión: “Mis ojos son pulidos, vigilantes cristales,/ lentos caleidoscopios que observan otras vidas”.
Ahora, aquella mirada esenciada y multiforme, vuelve a hacerse visible en “Para decir de ella” (Lastura. Ocaña, Toledo, 2018).En este renovado mapa de humanos territorios, de sentimental geografía, María Luisa García Ochoa ha optado por un sujeto en tercera persona que no distancia sino que acerca, que no aparta sino que aproxima al lector hasta un universo íntimo, contiguo.
Y para este viaje, se nutre de un verso muy bien acordado, que dibuja la conciencia vital, que no se esconde ni tiene tregua, que se prende al laberinto de la soledad y se acuesta sobre el ciego horizonte del mañana: “Escala sin peldaños, navegantes sin mar/ ni lago ni afluente -ella es brújula errante-/ según soplan los vientos, según la osa mayor./ Incierto devenir sin llantos ni torpezas,/ sin pérdida ni miedo, es audaz fantasía:/ sentada sobre nubes y su voz un caudal”.
Consciente de que no podemos ser ni constituirnos sin habitar el Tiempo que nos cerca, García Ochoa se afana en buscar más allá de las deshoras, en ahondar en la alianza con lo pretérito, tratando de desvestir lo insolidario y convertirlo en espejo que copie una realidad cómplice, aprehensible. Mas entre tanto, acechan las trsituras, las sombras, las ausencias…, todo aquello que sabe a lastre, a resentido vestigio: “Solo atisba el invierno cuando sus dedos fríos,/ no hay guantes que consuelen el resquemor del tiempo,/ donde ayer naufragó aquel suave paisaje/ fruto de un corazón ingrato y desleal./ Las lágrimas perdidas y en la esquina una duda:/ ¿seguir contracorriente, volver a las andadas?/ Alguien coge su mano y le enseña el camino”.
Dividido en dos apartados, “Dibujar su perfil” y “Traduciendo silencios”, el volumen se articula de manera común a través de un lenguaje interno que va uniendo los significantes y va dialogando de forma verosímil ante los enigmas que giran en derredor de la existencia. La identificación intuitiva de la autora con esa “ella” protagonista, sugiere una alquimia de lo concreto frente a lo intangible. Al cabo, vivir se aparece comoun acto de ser más que de conocer, de intuir un presente y, en suma, demorarse en él, en el rigor de lo empírico, de lo ya aprendido: “Ya no reparte el corazón,/ lo entrega entero/ a esta vida pagana de líquenes y pájaros,/ campos malvas y verdes donde crece la espiga/ con vegetal belleza, con cántico piadoso,/ que ampara injustos dones de la torpeza humana./ Ya no reparte el corazón/ para qué convertir la alegría en tristeza”.
Un libro, sí, que refrenda la voz de una escritora de verso sutil y cadencioso, de verbo consumado y vívido, y revelador de un mundo donde el desencanto y la melancolía pueden tornarse también en fascinación y dicha: “Ha aprendido a vivir en la mirada justa,/ sintiendo cada paso, cada trazo del tiempo (…) Ella aprendió a vivir en la luz de su origen,/ con los seguros nidos que las lluvias del trópico/ -rompiendo los ramajes- fragilizan y acaban,/ con la feliz certeza de nuevos horizontes”.
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