Una feminista en la cocina

Si te dicen que volví

Los irreductibles de la silla de aluminio, la nevera y la sombrilla ( como mi prima Loreto) no ven más que continuidad hasta que diga el tiempo

Publicado: 06/09/2018 ·
08:36
· Actualizado: 08/09/2018 · 18:45
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Autor

Ana Isabel Espinosa

Ana Isabel Espinosa es escritora y columnista. Premio Unicaja de Periodismo. Premio Barcarola de Relato, de Novela Baltasar Porcel.

Una feminista en la cocina

La autora se define a sí misma en su espacio:

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Ha sido un verano revuelto de mareas migratorias y levantes vespertinos. Ayer mismo los últimos de Filipinas adornaban la perspectiva de una playa exhausta de tanto veraneante. Los locales nos frotamos ya las manos por el paro que nos devuelve a la realidad de ciudades pegadas al mar, encorsetadas en que el trabajo nos venga con el buen tiempo y los guiris. Y aun así, el olor corporal de nuestra existencia es canela en rama y arena mojada con carabelas muertas, matando a retortijones de dolor.

Los irreductibles de la silla de aluminio, la nevera y la sombrilla ( como mi prima Loreto) no ven más que continuidad hasta que diga el tiempo , que seguramente con el veranillo de San Miguel se nos encastre en noviembre o incluso comiéndonos los polvorones. La vida sigue porque le importamos un haba, igual que a la Luna que por más que le hagan fotos y la mimen solo nos mira despectiva, arrugando la barbilla. Somos tan perecederos como los océanos limpios, porque lo que es de todos no es de nadie y se empapela en plásticos mortíferos que nos tragamos a boca llena en manjares que compramos en lonjas y supermercados. Cadena alimentaria,  podrida en su origen por los que manejamos el cotarro regalándonos los oídos sordos, las manos quietas y los ojos tapados. Los políticos no. Ellos no descansan,  porque nos gobiernan desde el poder o la oposición, que es igual porque pactan su continuidad de silla de playa, de nevera sin asa o de toalla revenida que cambia de color y la venden en mercadillo a mitad de precio. No hemos cambiado, ni nos hemos acostumbrado.  Como mucho hemos envejecido con ganas de querer más, de contar más o de morirnos tranquilamente que no hay como tirarse por un puente para ver el final del túnel.

Playa de Conil.

Hemos vuelto sin ganas, lastrados, pero enteros porque de la cabeza a los pies no somos más que soldados de fortuna con vizcaína en la mano esperando la oportunidad de clavársela a quien sea. Estamos hartos de traiciones, de que no nos salga el príncipe más que rana de cloaca, pero como comemos carne de grulla en el desayuno, prosperamos que no es sino ir contracorriente a pata palo con los dientes rotos. Ya vuelven los niños al cole, los progenitores al trabajo ( el que lo tenga) y la Luna a mirarnos con cara de mala leche porque se arruga y se cruje, la muy desgraciada, con manchas que vistas de lejos parecen de fuego enemigo que lo celestial no perdona ni a las pálidas de corazón. Tenemos unas tremendas ganas de meternos bajo las sabanas hibernando hasta los próximos mil años con coches -por fin- voladores, mares limpios y gente que nos mirará asqueada porque no somos más que primitivos y ruines como la mala hierba o las carabelas portuguesas que matan a una sola picada por propia coherencia biológica.

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