Hablillas

Las rendijas del verano

Son las rendijas del verano, por donde se escapan y se cuelan las conversaciones, un arrastre de muebles, la lucha verbal de una televisión próxima...

Publicado: 04/08/2018 ·
17:56
· Actualizado: 04/08/2018 · 18:00
Autor

Adelaida Bordés Benítez

Adelaida Bordés es académica de San Romualdo. Miembro de las tertulias Río Arillo y Rayuela. Escribe en Pléyade y Speculum

Hablillas

Hablillas, según palabras de la propia autora,

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El calor obliga a la apertura de ventanas para que el aire corra por la casa, a fin de sobrellevarlo en las horas en que es más intenso. Cierto que este año la costumbre se ha alterado un poco, pero ahora que las temperaturas empiezan a subir como corresponde, el cierre se pospone hasta bien entrado septiembre. Por eso desde la casa se participa indirectamente en las veladas de la Alameda, por ejemplo, con el jaleo de chiquillos hasta pasada la medianoche. No es molesto, ni mucho menos, es un griterío entrañable que llama al sueño llenándolo de recuerdos, un griterío que parece alejarse a medida que pasan las horas cuyos minutos guiñan a silencio. 

Durante el día es distinto. El calor pesa en la ciudad y aunque la playa, los ventiladores y el aire acondicionado lo atenúen, los cuerpos lo sufren según la edad. Por eso no es raro recibir las quejas producidas por el calor en los vivos  después de la sobremesa, cuando el sol comienza a descender por la tarde buscando la ruta hacia el horizonte. Es un silencio de claridad por donde vuela el aire cálido que acuna a la siesta, un sueño delicioso, breve e irresistible a veces interrumpido por sonidos casi inaudibles en las otras estaciones, pues su apreciación la hace posible la apertura de las ventanas. 

Son las rendijas del verano, por donde se escapan y se cuelan las conversaciones, un arrastre de muebles, la lucha verbal de una televisión próxima o el llanto de un niño. Quizás sean ellos los más perjudicados, porque el calor los vuelve impertinentes, desatándoles un llanto inconsolable hasta que el cansancio los agota, dejando en sus caras pequeñas y redondas el reguero seco de la tristeza. El calor los trastorna, no saben qué les pasa, no saben explicarse si no es llorando y cuando se calman un poco, sollozan con la mirada brillante y mansa que el sueño vela y la tranquilidad cela. Es entonces cuando el silencio cae como si fuera algo grande y pesado que aplasta la tarde clara, que propicia el descanso vestido de siesta, silencio que a ratos rompe el rodaje de un vehículo, el trino de un pájaro despistado que parece huido o unas carcajadas entrecortadas, nerviosas sin llegar a ser estridentes por la distancia,  que las rendijas del verano dejan escapar para que llegue a colarse por otras. 

Así surge una complicidad sonora y anónima que dibuja muecas y susurra mientras la tarde, rendida al calor, se serena.

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