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Reconozco que la playa me aburre sobremanera. Si no es una playa virgen de aguas cristalinas o con un paisaje digno de verse, prefiero no ir.

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Reconozco que la playa me aburre sobremanera. Si no es una playa virgen de aguas cristalinas o con un paisaje digno de verse, prefiero no ir. Con un buen piscinón para cuando apetezca refrescarse ¿qué necesidad hay de meterse en carretera? Y si voy –y lo hago por complacer a la familia–, cuanto menos tiempo mejor, y si puede ser, por la mañana temprano o a la caída de la tarde, cuando no hay que temer los estragos que sobre la piel produce el sol. Eso lo saben bien los que me conocen.

Reconozco que cuando hago el esfuerzo de pisar la playa necesito de unos protocolos algo especiales: un libro no muy largo (por ahorrar peso), el o los periódicos, la crema no más baja de factor 25 (al principio del verano me apaño con la de mi hija, de pantalla total, por supuesto), una botella de agua de dos litros, la hamaca y la sombrilla. Si no estoy leyendo, me aburro. Y llega un momento, sobre todo en los días de calor, en que me empiezo a agobiar porque me desconcentro de la lectura cuando estoy pendiente de la niña, que no para un momento. La apoteosis de mi agobio se da cuando me doy cuenta que tengo los brazos llenos de tinta que ha soltado el periódico por el contacto con el brebaje que se ha formado entre la crema y el sudor. Y en ese momento necesito pasear.

Reconozco que del paseo me quedo con lo sano que es para la circulación caminar por la orilla descalzo y algo más fresco, pues si fuera por el paisaje humano… me da hasta pena: los señores mostrando sin pudor sus barriguitas cerveceras, las señoras y señoritas –antes más recatadas y ahora cada vez más descocadas– enseñando siempre más de lo que deben, y la mayoría más de lo que pueden. Además de que no muchas son agraciadas, para qué engañarnos, los años no pasan para nadie en balde, y el bisturí al que recurren muchas de ellas corta de raíz la naturalidad del cuerpo. Traduciendo: cada vez más cincuentonas (o al menos que lo parecen, para qué mayor desgracia) en top-less. Y mejor no hablar del escalofrío que me producen los tatuajes.

Por lo menos, siempre hay alguien que aprovecha –como yo, me digo– para leer. Pero hay una falta de criterio tremendo. Este verano toca Stieg Larsson y su trilogía (esperaré a que salga la película, porque la acción la prefiero en el cine mejor que en la literatura) y el ladrillazo nuevo de Falcones, que hay que tener lo que rima para leerlo. Nada, no hay originalidad –miento, la última vez vi a una lectora con Julio Cortázar, menos mal; y el año pasado observé a otro leyendo la reedición de la Vida secreta de Mata-Hari de González Ruano, pero no llevaba yo cámara de fotos para inmortalizar el momento–.

Así, reconozco que el mejor momento –porque si no ha hecho suficiente calor prefiero ni mojarme– es el de la decisión –consensuada con mi mujer, por supuesto– de volver. Sólo queda quitar la sombrilla, recoger y cargar con los bártulos y pegarse la caminata hasta el coche, porque para colmo nos están quitando hasta los chiringuitos, y a muchos el poder adquisitivo para visitarlos (recuperen el artículo de Ussía del pasado sábado en La Razón titulado Ideas de los ministros Salgado y Corbacho para sacar a España de la crisis y terminar con el paro porque les sorprenderá). Y el momento de máximo esplendor se produce en casita, fresquito, duchado y con un buen vaso de tinto de verano con mucho hielo…, lo reconozco.

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