Nunca me gustó Aznar. Desde la primera vez que le vi tuve la certeza de que no era el tipo de persona a la que imaginaría entre mi grupo de amistades, ni siquiera para jugar al pádel, y supongo que él podría decir lo mismo de mí, lo cual es mucho suponer. Verle ganar unas elecciones fue más sorprendente aún. Que lo hiciera por dos veces, y con mayoría absoluta, ya no lo fue tanto; entre otras cosas, porque esa victoria estaba sustentada más en el mérito de las bases que en el suyo propio, en el de los alcaldes que habían roto con años de dominio socialista y habían aprovechado el auge económico para revitalizar y modernizar sus municipios.
Y sin embargo, algo debía tener aquel tipo de gesto severo y soberbio que yo no alcanzaba a identificar, pero que provocaba encendidos elogios entre personas a las que siempre concedí el beneficio del buen criterio. Puede que, al contrario de lo que ocurría con el Papa, les gustase más la canción que el cantante y la melodía contribuyese a obviar ciertos reproches, pero, insisto, nunca me sedujo lo más mínimo ni el discurso ni la persona, y menos aún el paternalismo exigente, manipulador y moralizante que ha ejercido para con, y contra, su sucesor, mucho mejor orador que él y, más aún, dotado de un solvente sentido del humor, que lo ha sido, también, casi tanto como su desesperante inmovilismo.
Aznar, al que le sobra ahora de caricaturismo lo que le falta de memoria, sigue empeñado en ser el Felipe González del PP, con la peculiaridad de que a González apenas nadie le ha hecho sombra, aunque le hayan discutido, en el discurrir de los años en el partido, mientras que él sigue empeñado en reivindicar un respeto -¿acaso una veneración?-, que ha ido perdiendo a lo largo de esta década, como si reclamara una disciplina que él mismo no es capaz de ejercer.
“Los militantes que llevamos tantos años o más que él en el partido no nos merecemos ese desprecio”, ha señalado esta semana Teófila Martínez; precisamente, una de las alcaldesas que aupó a Aznar a la victoria con su trabajo desde Cádiz. Es cierto, asimismo, que a la nota de despedida dedicada por el PP provincial a Rajoy solo le faltaba la sintonía del NODO de fondo entre tan elogiosas alabanzas, pero será un presidente del que tendremos mejor recuerdo que de Aznar, sobre todo por la elegancia en la despedida, que no era tanto victimismo como inmolación en favor del propio partido.
Y mientras en el PP todo es lágrima, anhelos y suspense, en el PSOE prosigue la celebración, rematada por Pedro Sánchez con un ejecutivo de prestigio que ha revalorizado al nuevo presidente a falta de un programa de gobierno, reconvertido en este caso en declaración de intenciones. Es más, se percibe la euforia en cualquier sede local del PSOE, como de ganadores del Gordo de Navidad a la puerta de la administración de loterías, sobre todo si además gobiernan el ayuntamiento. Son, por lo menos, dos vidas extra, pero va a costar gestionarlas en una partida tan presumiblemente accidentada hasta llegar a las urnas, a las de las autonómicas y, en especial, a las de las municipales.
En Jerez, por ejemplo, han visto el cielo abierto. Hace apenas mes y medio, cuando la alcaldesa recurría a la tutela de la Junta frente al Ministerio de Hacienda, no pudo imaginar que estaba sentada ante la próxima ministra. No hay carta a los reyes magos, pero la situación servirá para poner a prueba los compromisos reclamados al entonces Gobierno y a los que debe ahora dar respuesta el actual. Pasar del susto o muerte al truco o trato puede ser un avance para Jerez, pero más aún para un partido que necesita hacer valer el relevo en Madrid como sustento de sus propuestas para la ciudad, más allá de la esperada complicidad.
En el PSOE no solo cunde la euforia, también la oportunidad de invitar a recitar “lo que era un imposible/que todo el mundo sepa/que el Sur también existe”. Sin duda, están curados de escepticismo, un don del que tanto cuesta librarnos al resto de los mortales sin carné.
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