Decía Jacinto Benavente que más se unen los hombres para compartir un mismo odio que un mismo amor. Y en estos días convulsos de mociones de censura y decapitaciones a presidentes del gobierno, don Jacinto encuentra la horma de su zapato en nosotros, los españoles. Los que llevamos siglos sobreviviendo a nosotros mismos. Salvándonos por los pelos de la condena del odio a la que no sé qué maldición nos tienen condenados.
Acababa de cerrar la última página de un magnífico ensayo sobre la Leyenda Negra de España, mientras en la televisión un grupo de periodistas intentaban sacar alguna declaración a los “peperos” que entraban en Génova. Dentro, el expresidente Rajoy iba a despedirse de ellos, de todos, de España. En la pantalla, un friki se coloca delante de la cámara con una pancarta que simula una esquela por el PP, donde se declara que ha muerto por corrupción... Y yo me imagino a ese señor dibujando, confeccionando, esa pancarta en su casa. Cogiendo el metro en hora punta con ese cachivache engorroso, y plantándose en la puerta de Génova para reivindicar su odio.
El ensayo del que les hablaba se llama “La leyenda negra: Historia del odio a España”, de Alberto G. Ibáñez, y cobró mucho sentido después de estas imágenes.
¿Por qué en el país que protagonizó las mayores hazañas de la Historia y sin cuyo liderazgo ni el cristianismo ni Occidente habrían logrado sobrevivir, sus ciudadanos tienen tan mal concepto de su pasado y su presente? ¿Cómo es posible que esté dispuesta a autodestruirse una nación que conectó los dos mundos con “el descubrimiento de América”, que impulsó la primera vuelta al mundo de Elcano, realizó colosales aportaciones como la Escuela de Traductores de Toledo y vio nacer a personajes como Isidoro de Sevilla, Isabel la Católica, Fernando de Aragón, Carlos I, Felipe II, Cervantes, Santa Teresa, Goya, Jovellanos, Ramón y Cajal u Ortega?
Hace falta estudiar cómo y por qué la propaganda antiespañola “externa” se instaló en el imaginario colectivo patrio, e influyó en nuestra decadencia a partir del siglo XVI, hasta llegar a asumir que éramos inquisitoriales, grotescos, ignorantes y fanáticos. Era necesario examinar cómo este mito “intramuros” derivó en un “harakiri histórico-cultural”, único en el mundo, gracias a una ingenuidad contumaz. Y sobre todo hace falta observar cómo subsiste esa leyenda negra en la actualidad.
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