Luz prodigiosa

Publicado: 21/05/2018
Autor

Adelaida Bordés Benítez

Adelaida Bordés es académica de San Romualdo. Miembro de las tertulias Río Arillo y Rayuela. Escribe en Pléyade y Speculum

Hablillas

Hablillas, según palabras de la propia autora,

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'La luz prodigiosa' iluminó la noche del jueves a partir de una búsqueda, algo pendiente que la ética del protagonista le incitaba a terminar.
Esta semana el espacio televisivo Historia de nuestro cine ha dedicado una mirada a la Guerra Civil. Dicho así puede parecer reiterativo, pues la lista de títulos es bastante larga, sin embargo a lo largo de estas noches el más conocido ha sido Soldados de Salamina, dirigida por David Trueba y estrenada hace quince años, por lo que le correspondió la noche del viernes. Fueron cinco miradas aparentemente iguales en las que se apreciaba el enfoque particular del director apenas comenzada la emisión. En todas resonó el eco de la guerra encrespándose bajo estas miradas, sin embargo una de ellas rutiló particularmente al acercarse al documental, lo que dio a la cinta un tono narrativo y humano. 

La luz prodigiosa iluminó la noche del jueves a partir de una búsqueda, algo pendiente que la ética del protagonista le incitaba a terminar. Entrelazado con el flashback, el argumento discurre mostrando el final, que a pesar de saberse no deja de ser sorprendente. Un joven pastor granadino socorre a un fusilado abandonado en el campo al ver que se mueve. Cuando es reclutado para ir la frente, no tiene más remedio que dejarlo en la puerta de una especie de asilo. Vuelve al pueblo tras su jubilación, porque quiere saber de él y calmar su conciencia.  

Se trata de una historia recurrente y diferente a la vez, no sólo por el aire de documental que vuela sobre las dos horas menos cuarto que dura la cinta sino por las miradas que se dejan acariciar por ese aire. Hemos visto la de Nino Manfredi, tan distinta a la de José Luis de El Verdugo, un cambio de registro al que separan cincuenta y cinco años, una mirada desorientada en un presente por el que empiezan los fogonazos del pasado con la luz de un flash, una mirada empañada, presta a desbordarse por las lágrimas de la ancianidad indigente y amnésica de un supuesto Lorca.

Si Nino Manfredi hizo un trabajo genial, el de Alfredo Landa demostró su registro dramático una vez más. Su buen hacer brilló con la mirada, limpia, serena y sorprendente que le dio al personaje, Joaquín, una mirada que hizo brillar tanto a Germán en El Crack como a Ceferino en Tristeza de amor. Sin embargo ha sido el cine quien le ha propiciado una mayor intensidad alimentada, sin duda,  por la madurez del artista. Al igual que José Sacristán o Concha Velasco, empezó su carrera encendiendo su propia luz. El tiempo y la experiencia la hicieron prodigiosa.

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