La película Los Papeles del Pentágono muestra el dilema al que se encuentra sometida la propietaria de The Washington Post, Katharine Graham – magistralmente interpretada por Meryl Streep -, cuando tiene que decidir, en última instancia, si publica, o no, unos informes secretos que comprometían avarios gobiernos americanos por su política en Vietnam. Por una parte, las dudas legales y morales sobre si era éticamente aceptable desvelar secretos que podrían desacreditar internacionalmente a su país y disminuir su moral de victoria. También, el temor a las posibles represalias de un Nixon furibundo y vengativo, así como el dolor ante la segura ruptura emocional con algunos de los políticos afectados, amigos íntimos de la familia Graham. Al otro lado de la balanza, el principio de la libertad de prensa y el deber deontológico de descubrir la verdad a sus lectores. Al final, afortunadamente, el fiel de la báscula se inclinó por la publicación del sumario, con el consiguiente escándalo. El Tribunal Supremo, que finalmente tuvo que fallar el asunto, sentenció con una frase que se esculpió en granito en los anales del periodismo: los periódicos se deben a los gobernados y no a los gobernantes.
The Washington Post se labró un enorme prestigio en su lucha por la libertad de expresión. La última escena de la película muestrael robo de documentación en el complejo Watergate, el caso de espionaje político más famoso de todos los tiempos, que finalizó con la elevación a los altares deThe Washington Post y con la bajada al infierno del presidente Nixon, que se vio obligado a dimitir. Ambos casos crearon precedente, y prácticamente todos los periódicos del mundo libre tomaron como modelo a imitar la investigación libre y el control del poder a los gobiernos y poderosos del momento. El conocido como cuarto poder viviría a partir de entonces su época de mayor prestigio y reconocimiento público, gloria excelsa que se prolongaría hasta la primera década del siglo XXI, en el que la prensa escrita se sumergiría en el desconcertante marasmo en el que se encuentra en la actualidad. La irrupción de internet, la posibilidad de acceder de información al gusto a través del entrópico universo digital, la severa crisis económica de los medios escritos y las nuevas tendencias sociológicas y culturales, permitieron que surgieran conceptos como la sociedad líquida y la postverdad – o sea la mentira - que ya ha engendrado su propio monstruo, las fakenews, las noticias falsas, los bulos digitales, que recorren impunemente la red, influyendo en mentes y en personas huérfanas de referencias sólidas y contrastables. ¿Son precisos, entonces, los buenos periodistas, que contrastan la información, o son más rentables los sensacionalistas que enhebran un relato inquisidor por simples suposiciones? ¿Buen o mal periodismo? Que más da, claman algunos desalmados, el caso es que cacen lectores.
Precisamos de buenos periódicos y de excelentes periodistas. Nuestra libertad, nuestra inteligencia, nuestra dignidad, nuestro honor, se juega mucho en ello. Los periódicos españoles, algunas de cuyas cabeceras de referencia descubrieron grandes escándalos que castigaron principalmente al PSOE y al PP, compiten ahora con una infinidad de medios digitales empeñados en descubrir el Watergate cotidiano que les ayude a entonar el número de visitas y la publicidad consiguiente. Un enorme abismo media entre el The Washington Post del Watergate y el bulo maledicente y conspiranoide del fakenews del momento.
El futuro de la prensa está por escribir. Sabemos los ingredientes que serán precisos – información veraz, libre y contrastada; calidad en formatos, diseño y redacción; capacidad de análisis, opinión y prospectiva; acertada transformación digital -, pero no la receta del guiso a cocinar. Si queremos buenos periodistas, tendremos que pagarles. ¿Cómo conseguirlo? Pues esa, querido Watson, es la cuestión, que inquiriría el inefable Holmes.
El buen periodismo vivió mejor contra Nixon que contra el eco del ciberespacio, espejo cierto de nuestra propia inepcia y maledicencia.
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