Todo exceso termina en resaca. Lo demostró Puigdemont el día siguiente al carnaval de la indignidad del voto vergonzante y secreto para proclamar la gloria de la patria. Salió cauteloso a hacer dos cosas: disimular su discurso, no fueran a llegar más querellas, y pasearse por su pueblo como un mal torero petulante que necesita superar la desvergüenza con los olés de sus paisanos. La vanidad de unos falsos políticos, los delirios de grandeza histórica envueltos en el peor supremacismo reaccionario de la identidad nacional contra media población no adscrita al fervor identitario, han sido los mimbres de este espectáculo que empezó como un vodevil y terminó como un sainete en el que la majadería de los junqueras, las forcadeles y los puigdemones – acompañados en el delirio por una cohorte de segundones con ansias de foco – ha sido el hilo grasiento de un bochorno que ha provocado angustia, decepción, ira y odio entre personas decentes con sueños, inquietudes o aspiraciones tan legítimas en unos casos como deplorables en otros, según hemos visto en declaraciones de unos y otros.
Estos personajes de opereta, además, han dejado teñida de iniquidad la vieja historia reivindicativa de la Cataluña independentista, que si ya tuvo que vivir la traición a la Segunda República para luego huir, como ya hicieron los dirigentes de la ERC de entonces, por las alcantarillas, ahora se ha visto superada por esta patulea de miserables que mandaban a las familias a proteger los colegios electorales con los niños a la cabeza mientras ellos especulaban en los despachos cómo evitar las sanciones penales de sus actos, hasta el punto de proclamar épicamente una República más aún que bananera, mientras ocultaban su voto y lo camuflaban con cabriolas de entretelas – un voto en blanco – para tener ventaja a la hora de que el juzgado los llame a capítulo.
Así que mientras unos explotaban en fervor, otros se arrastraban entre los cortinones y el atrezzo medido para evitar pagar las consecuencias de sus actos. No sé qué pensarán los miles y miles de heridos – así proclamados el 1-0 – o los tales jordis, que han pagado su implicación personal mientras sus líderes advenedizos han liado este fenomenal dramón maquinando al mismo tiempo para evitarse las consecuencias. Ahora empujan a los funcionarios a la insumisión mientras ellos huyen, de nuevo, por unas alcantarillas metafóricas en este caso, acostumbradas a verlos arrastrarse por ellas. Nunca tanta mediocridad, indignidad y bajeza moral provocó tanto daño; es la muestra en negativo del viejo discurso de Churchill: pero aquí no ha habido ni sangre ni sudor ni lágrimas sino desvergüenza, impudor e iniquidad y nunca tan pocos hicieron tanto daño a tantos: los convencidos de buena fe y las víctimas propiciatorias del ensueño totalitario.
Pujoles y milletes del tres por ciento, la derecha corrupta europea con barretina, ha trabajado para sus socios españoles, convirtiendo a rajoyes y demás, acartonados por el rechazo a su corrupción, en los nuevos héroes que han salvado a España y la Constitución.
Así se escribe la historia.
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