Y mira que no es fácil para el que gobierna, ni para la oposición, de ahí las andanadas y las descalificaciones que se dirigen, sin querer comprender que este es el motivo principal del desencanto que empieza a ser cada día más palpable. El personal empieza a desconfiar definitivamente de los políticos y a mí, como en el Piyayo: “me da mucha pena y me causa un respeto imponente”. Porque no hay nada más frustrante, me parece, que trabajar para los demás y que estos, porque ahora pintan bastos, ni agradezcan, ni comprendan, ni toleren. Claro está que si andamos todo el día con la cantinela de las mentiras, del desgobierno, de la falta de liderazgo y otras gaitas (gallegas, claro), es normal que los gobernados desconfiemos. Y ahora, cuando más se necesita marchar hombro con hombro, no quieren darse cuenta de que andan equivocados. Pero son profesionales. Profesionales de la política.
Se faltan al respeto cada vez con menos disimulo y quieren que nosotros les tratamos de lujo. Demasiado callados, demasiado sumisos o demasiado resignados estamos. Yo cada vez que presencio un debate en el Congreso lo acabo quitando. Porque son excesivamente previsibles, porque aquello es una escenificación teatral falta de naturalidad. Y lo que más me subleva es el papelón de los trescientos y pico de aplaudidores tiralevitas o vociferante claqué, según quien intervenga. Penoso. Yo les recomendaría que al comenzar plantearan la chacota habitual de mi amigo Enrique cuando vamos a jugar un póker de baja intensidad, siempre dice : “Vamos a ver: ¿Nos vamos a comportar como caballeros o como lo qué somos?”. Pues eso.
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