De los poetas de Arcos se ha escrito que hasta "nacen por colleras" (Antonio Burgos dixit, en alusión a una referencia de José María Pemán), como queda demostrado en los casos de los hermanos Antonio y Carlos Murciano y de José y Jesús de las Cuevas. Pedro Sevilla pertenece a una generación posterior todavía a la espera del relevo, aunque mimbres no faltan. Su voz es fuente de inspiración, igual que para él la fue la de Julio Mariscal, y ésta su primera antología permite afrontar con claridad sus aristas, a veces suaves, como la eterna esencia de la rosa, a veces cortantes, como las sacudidas del paso del tiempo y las ausencias. Prologa y selecciona el portuense Enrique García Máiquez, quien nos advierte en su introducción: "Que no os confunda, amigos, la facilidad de estos (primeros) poemas ni su temática a primera vista intrascendente. En parte están retratando nuestra época, que da para lo que da, pero sobre todo dejan ver el alma humana, su soledad, sus inquietudes, sus emociones... En esta poesía la evolución está muy clara: ir ganando transparencia sin perder ni amenidad ni cercanía".
"La familia, el pueblo y la poesía como compromiso moral", establece García Máiquez, son los temas que configuran esta antología, marcados siempre por unos versos que "saldan una deuda de justicia y amor", como el mismo poeta expresa en Valor de la poesía:
Te pregunas, a veces, qué sentido
tiene escribir poemas, en renglones contados
ir fijando memoria y biografía
cuando el dolor es dueño de las calles
y plaza sin palomas.
¿No es empeño de humo esta acuciante
tarea de explicar una vida, la tuya,
mientras los otros mueren o malviven
en el ancho país de la injusticia?
Piensa que si estas cosas te planteas,
y el ajeno dolor no te resulta
indiferente, es algo debido a la poesía:
perseguir la belleza con palabras y ritmo
-que eso es un poema-
no arreglará una vida cruel e inexorable,
pero a ti te hace bueno, y triste, y misterioso,
tres cualidades que, si bien te fijas,
nacen de frecuentar a la hermosura.
Así que no lo dejes, persevera,
traza la cuchillada de luz de algunos versos
con los que a veces tiemblas y que hablan de ti.
Crearás un fantasma, el fantasma que eres.
Pero, eso sí, un fantasma cargado de moral.
Este fin de semana no me he despegado de esta hermosa, honesta y cercana antología, entre otras cosas porque mi hija pequeña, que todavía no sabe leer, pero que anda acumulando cuentos y libros, tengan o no ilustraciones, se encaprichó con la pequeña, colorista y elegante portada del poemario, hasta apoderarse de él en un par de ocasiones para llevarlo a la estantería junto a sus cuentos de Ada y Max, El dragón perezoso y Caperucita Roja, lo que me obligó a ocultárselo en el bolsillo de mi pantalón. Sin duda, en el futuro, cuando pasen los años, tendrá oportunidad de aferrarse a sus versos, de entenderlos, asumirlos, madurarlos, como yo vengo haciendo desde hace unos días. Tal vez a ella le falte la referencia vital del sabor y el sentir del pueblo, el tacto del trigo, el aroma de las tabernas, pero pronto aprenderá que el de la rosa, es el "aroma de los siglos impreso en su mortal arquitectura", que la luz, la lluvia y el paso del tiempo forman parte de sus recuerdos, que siempre se está en deuda con la familia que nos enaltece, que la adolescencia "es eso: unos ojos muy limpios, un verso arrebatado... o la patria de donde ya no eres", que la amistad es sagrada y la Nada un peso doloroso y grave, que todo es para siempre y todo llegará.
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