Así, diga lo que diga este martes ante la comisión de secretos oficiales del Congreso, Saiz tiene que marcharse: la Casa en la madrileña Cuesta de las Perdices es un hervidero, un tumulto, el ejemplo de un levantamiento contra una autoridad que no está ejerciendo bien su papel. Y, aunque se persiga a quien hable con un periodista aplicándole máquinas de la verdad y amenazas de despido, lo cierto es que las informaciones que se filtran sobre la situación interna en un edificio que, solamente en Madrid, cuenta con más de mil empleados, son constantes y crecientemente alarmantes: afectan al buen funcionamiento del Centro y a su credibilidad con los colegas de otros países.
Los servicios de inteligencia de una nación potente deben funcionar en el silencio, la discreción, la eficacia y con una cadena de mando razonable y bien engrasada. Si no, corren el riesgo de despertar la desconfianza de los nacionales y los recelos de otros servicios de información, que en teoría deberían compartir secretos importantes con los españoles.
Y, menos aún, deben unos servicios de información provocar la risa y la mofa del personal: en el CNI no hay ni mortadelos, ni filemones, ni anacletos-agentes secretos, ni superagentes Smart. Solamente hay un director que nunca debería haber sido nombrado para el cargo y, menos aún, haber sido renovado el pasado mes de marzo, contradiciendo claramente el espíritu de la ley. Ese director tiene que irse, y confiemos en que quien puede, y debe, sustituirlo no se enroque en el sostenella y no enmendalla tan propio de nuestros gobernantes.
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