Cada día manejamos bolígrafos, tijeras, grapadoras, posits,… ; muy distintas cosas a las que tenemos costumbre. Las tomamos y dejamos sin tener que pensar en cómo cogerlas cada vez que las necesitamos. Son útiles en todo su sentido. Del mismo modo usamos a diario un invento sin igual: la ciudad.
La ciudad nos acoge tanto dormidos como despiertos. A través de sus calles nos lanzamos cuando estamos activos, siempre en presencia de sus luces de colores. Las verdes acompañan nuestro paso, mientras que las rojas nos detienen y cuando el movimiento resulta frenético, nos regalan una pausa. Caminamos sobre fondo gris y atravesamos riadas de coches sobre alfombras de rallas blancas.
La vivienda soñada por el movimiento moderno fue llamada máquina de vivir. Pero nuestra ciudad es la máquina más compleja jamás inventada. Es una máquina que funciona en equilibrio imperfecto, a partir de miles de motores/personas. Es un invento en continua revisión.
La calle Larios, ocupada ayer por oficinas y bancos, quedaba a mediodía vacía. Hoy se aprieta a todas horas entre compradores de marcas y titiriteros de feria. Pero no nos dejemos engañar, la mejor máquina que ha inventado el hombre para vivir, la ciudad, depende de nosotros, de los que la vivimos, no de los que vienen compulsivamente a comprar y hacerse selfies.
Todos construimos la ciudad, con nuestros paseos. Aquí a madrugar le llaman “salir a poner las calles” .La ciudad se construye desde nuestros pasos y desde nuestros impuestos. En ese deber de pagar va incluido nuestro derecho a opinar y a exigir lo que queremos para nuestro barrio.
Hace años podías llegar a la plaza de la Constitución y darle la vuelta a la fuente en tu propio coche. Daba pena atravesar caminando el centro de nuestra ciudad, hoy empieza a ser difícil planteárselo a las 8 de la tarde. Ahora tenemos aceras y plazas, pero por favor, las calles son hermosas por su vacío …¡no nos las llenen de jaimas, casetas y mesas¡.
A principios del siglo XX, unos parisinos inquietos descubrieron una manera de crear, que consistía simple y llanamente en dejarse llevar sin rumbo a través de las calles de su ciudad. Cuando las ciudades hacen anchas sus aceras a la par que estiran sus avenidas puede tener lugar esa maravilla que es caminar sin rumbo, por puro placer, sin horario de salida ni de llegada, sin destino fijado de antemano, dejarse llevar. Y vagar.
Y perderse entre la gente y a través de ella, pensar, o no pensar… Divagar, el deporte del animal civilizado, el alimento del Sócrates urbano que diría Umbral. Las ciudades están hechas de sueños, dijimos un día. Pero esos sueños necesitan de unas calles donde soñarse. La ciudad necesita de esos sueños “despiertos” que se tienen al deambular.
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