El modelo azerbaijano

Las estatuas erigidas a la memoria de los próceres y los ciudadanos ejemplares ocupan las plazas públicas, los vestíbulos de los museos, los parterres, las rotondas, los claustros de los conventos, los salones de las academias...

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Las estatuas erigidas a la memoria de los próceres y los ciudadanos ejemplares ocupan las plazas públicas, los vestíbulos de los museos, los parterres, las rotondas, los claustros de los conventos, los salones de las academias, los parques municipales, los patios de los colegios y las puertas que dan acceso a los parlamentos. La excepcionalidad, la brillantez y el genio se celebran siempre en piedra y a la vista de todos. La inepcia, la negligencia y la estulticia están condenadas a la clandestinidad. Ninguna sociedad honra a sus hijos más inútiles.

Tofik Bakhramov era juez de línea. Para franquear sus puertas, la posteridad exige un título en neurocirugía, una lúcida carrera política o un insólito acto heroico. Pero Bakhramov sólo era juez de línea. Y natural de Azerbaiján.
En 1966, viajó a Inglaterra para prestar asistencia como linier a los árbitros a quienes la Fifa encomendó la tarea de pitar los partidos del campeonato mundial. El día de la final en Wembley, Bakhramov vio volar el balón camino de la portería alemana, advirtió cómo éste golpeaba con rudeza el travesaño y, con las mismas, salía repelido contra el césped ante la mirada atónita de los contendientes. La pelota se acható en su contacto con el suelo y salió disparada, de nuevo, hacia el interior del terreno de juego. Bakhramov levantó la bandera. Los ingleses se abrazaron jubilosos. Los alemanes hubiesen querido abrazar del mismo modo el pescuezo del azerbaijano. El juez de línea, desbordante de confianza en sí mismo, permanecía hierático señalando el centro del campo con su banderín blanco, sostenido por un brazo inconmovible ante las críticas. Desde luego, no fue gol. Pero eso ya poco importa.

Tofik Bakhramov preside en efigie la entrada al estadio nacional de Bakú, al que, además, presta su nombre. Cualquier antropólogo mínimamente riguroso le reconocerá que el español es un pueblo mucho peor intencionado que el azerbaijano. Si Bakhramov hubiese nacido en Soria, Roquetas de Mar o Nalvamoral de la Mata nadie le habría puesto un estadio como quien pone un piso a una barragana. A lo sumo, su hazaña le habría procurado un hueco en el vastísimo repertorio de chistes patrios (“A bordo de un avión en el que sólo hay dos paracaídas disponibles viajan un inglés, un francés y el linier que concedió el gol de Wembley…”) o un lugar de privilegio en el acervo inagotable de nuestra fraseología popular (“Es más tonto que el que dio el gol en Wembley”). Cuestión de idiosincrasias.

Un país que construye un monumento a sus hijos más ineptos demuestra una superioridad moral merecedora de mayor reverencia. Azerbaiján es una nación digna de ser imitada.

Un pueblo que rinde tributo a sus ciudadanos más inútiles ofrece al conjunto de su población un sinfín de indicios de valor inestimable para eludir los errores que con mayor frecuencia cometemos los humanos en nuestro tránsito por la existencia. Los hombres de mérito son escasos en número. Los mastuerzos, por el contrario, constituyen legión. Un millón de ejemplos de lo que no ha de hacerse ilustran mejor y resultan más edificantes que un único caso de rectitud. Los azerbaijanos están persuadidos de esta verdad desde tiempos inmemoriales.

España sólo emergerá de su marasmo moral cuando sus calles, bulevares y avenidas sean invadidos por estatuas dedicadas a sus más notables tontos de baba. Zoquetes a caballo, memos recostados en sus escaños, mendrugos marciales con el sable en ristre.

“Barcelona, al ingeniero jefe de las obras del AVE. In memoriam”.

“El PP y La Carolina, en honor a Bartolín, hurtado y regresado el mismo día”.

“Algeciras, al diseñador del túnel del Acceso Norte… y al promotor del servicio municipal de bicicletas… y al inspirador de la Plaza de Andalucía, en sus dos versiones, tradicional y renovada… y a la mente que alumbró el monumento a El Pandero… y a…”.
Azerbaiján ha de ser nuestro espejo.

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