El terror no viene de Alemania, sino del alma” sentenciaba Edgar Allan Poe en sus “Cuentos de lo Grotesco y lo Arabesco” (1840), universalizando y personificando todo un género literario y cinematográfico de un plumazo certero.
Quizás por eso Robert Eggers concibió “The Witch” (2015) como una introspección de los sueños más oscuros de su infancia, sin atender a referentes como Polanski y su “Rosemary´s Baby” (1968), aunque los paralelismos entre ambas películas vayan más allá del posicionamiento de la mujer en la familia y de la creación de atmósferas malsanas y terroríficas, ya que ambas nacieron de los abismos del alma.
Resulta difícil de creer que “The Witch” sea la ópera prima de alguien. Su sencillez es insultante, dando la sensación de que lo que vemos en pantalla es la síntesis final de un estilo ya depurado, cuidado y afianzado.
No sorprende que Eggers, originario de Nueva Inglaterra, haya querido estudiar a fondo el imaginario social del siglo XVII desentrañando su lado más fanático y fantasmagórico, aludiendo a las pesadillas que lo persiguieron durante su niñez para rememorar a ese personaje cautivador que atemorizaba a los puritanos de la época, materializando todos sus miedos y prejuicios: la bruja.
La primera aparición de la bruja, toda una declaración de intenciones, derriba cualquier concepción ingenua y afable que las fábulas actuales han desdibujado sobre la que en realidad es una de las figuras más tenebrosas y crueles del cuento clásico de terror, allanando el camino para iniciar la posterior génesis del personaje a través de la deconstrucción progresiva de la religión y la familia.
En ella, se intuye el pecado como germen dañino del núcleo familiar, pero también influirán los miedos personales de cada miembro y la falta de confianza en ellos mismos y en su fe, que poco a poco se irá resquebrajando rindiéndose al triunfo absoluto del mal.
Cómo todo ello se nos muestra a través de lienzos imborrables de estética atroz y atmósfera terrorífica me resulta escalofriante. El uso excepcional de la fotografía, inspirada en el maestro Kubrick y las pinturas que emanaban de “The Shining” (1980); el manejo claustrofóbico de la luz y el sonido; y las maravillosas interpretaciones de los actores, destacando a la joven Anya Taylor-Joy, concluyen en una perfección estructural que nunca se intuye como objetivo, sino como consecuencia natural de todo lo antes mencionado.
La belleza de ese plano final, representando en armonía perfecta la intrusión de lo sobrenatural en lo mundano, hace pensar en esta película como el hechizo perfecto para conjurar un nuevo resurgir del género fantástico, en cuyo libro Eggers ha dejado plasmada su firma para siempre.
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