Domingo

Publicado: 30/05/2009
Los dos fueron engendrados con mucho amor, pero la música que acompañó las mutuas miradas de deseo, la demora erótica en la geografía sensual de la piel de la pareja...
Los dos fueron engendrados con mucho amor, pero la música que acompañó las mutuas miradas de deseo, la demora erótica en la geografía sensual de la piel de la pareja y el ascenso determinista de los espermatozoides hasta llegar al útero y fecundarlo, fue distinta. En un caso un nocturno de Chopin; en el otro el pasodoble Paquito el Chocolatero.

    De la primera pareja nació una niña muy delicada de piel satinada y casi transparente, ojos grandes y párpados melancólicos y dos octavas en cada mano. La segunda ofreció al mundo un niño de aceituna con ojos muy brillantes y unas caderas que ya en el nido componía gestos de chulería muy definidos.

    Ambos fueron creciendo junto a sus padres, sus aficiones y frustraciones. La chica llegó a la pubertad pensando que el mundo era una gran sala de conciertos donde un señor, que estaba de pie sobre una tarima, gesticulaba hasta descoyuntarse agarrado a una varita que agitaba sin cesar en el aire, ordenando con sus volutas a los demás músicos que empezaran a tocar, que lo hicieran in crescendo o desaparecieran en un silencio momentáneo.

El niño ya había dado sus primeros besos a algunas admiradoras y firmado autógrafos. En el colegio aprendió que la Tierra era una esfera redonda aunque con algunas abolladuras en los polos y que estaba dividida en usos horarios, paralelos y meridianos. Pero para él, su mundo era un círculo de madera roja cuyo centro estaba ocupado por una arena amarilla oscura, a la que su padre llamaba albero, sobre la que se derramaba la sangre de unos animales muy jóvenes, nerviosos y asustadizos que cuando corrían lo hacían con trayectoria incierta y con los que él jugaba tapándose su juncal cintura con un retal de color rojo siguiendo las órdenes que su padre le gritaba. Como nuestro planeta, ese círculo también estaba dividido: en sol y sombra, barrera y contrabarrera y tendidos. Y aunque en el colegio se orientaba perfectamente cuando le daban la latitud y longitud de cualquier punto del globo terrestre, en aquel círculo se sentía un poco perdido. Aunque su padre le había dicho que no se preocupara porque él tenía una brújula que siempre marcaba la dirección correcta, el despacho del empresario de la plaza.

    Pese a que durante todo el curso se habían cruzado a menudo en el patio del recreo del instituto y ambos habían intercambiado miradas fugaces disueltas en una media sonrisa ingenua y vergonzosa, nunca se habían hablado.

Los últimos días de clase intimaron y se invitaron a sus respectivos fin de curso. Él fue al concierto donde ella interpretó con gracia técnica y sentimiento la Para Elisa de Beethoven: la espalda recta, las manos flotando sobre las teclas del reluciente piano de cola y el pelo rubio recogido en la nuca componían una escena con mucho almíbar.

    Ella lo vio lucirse ante una vaquilla. Iba vestido de corto, con la cintura ceñida por una faja roja bajo la que llevaba una camisa de botones muy brillantes y encima una chaquetilla que sólo le cubría hasta las escápulas. Se adornó con el capote y puso su incipiente paquete viril muy cerca de testuz del joven animal. Ese fin de curso marcó sus vidas de manera decisiva.

    Hoy, dentro de la programación de Algeciras en Domingo, alumnos y alumnas de la Escuela Municipal de Tauromaquia y del Aula Sonata respectivamente, darán una exhibición de su arte.

Los primeros mostrarán sus maneras taurinas en unas sesiones de toreo de salón en el Parque María Cristina mientras sueñan con olés sinfónicos y salidas a hombros; los otros, en la plaza Neda tocarán el piano hasta emocionarnos de alegría o recogernos en la melancolía.

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