Quien esto suscribe no es especialmente adepta, ni mucho menos experta, a y en el cine de terror. Pero sí ha apreciado la incontestable calidad de cintas como, sobre todo y todas, ‘Babadook’, de Jennifer Kent e incluso de ‘Expediente Warren: The Conjuring’, de James Wan, de ‘La mujer de negro’, de James Watkins o de, con todas sus imperfecciones, ‘Mamá’, de Andrés Muschietti y, más lejos en el tiempo, del clásico ‘Déjame entrar’, de Thomas Alfredson.
Quien esto suscribe, pues, ha valorado enormemente esta película que nos ocupa, de 100 minutos de metraje, escrita y dirigida por David Robert Mitchell. Con una exquisita fotografía de Michael Gioulakis. Con la perturbadora partitura de Disasterpeace y con unas interpretaciones impecables, entre las que destaca la composición de la magnífica Maika Monroe. Una película, rodada con un muy exiguo presupuesto, que dejó huella en su paso por los Certámenes de Cannes y de Sitges.
La historia comienza cuando una joven de 18 años tiene un encuentro sexual con su chico, que culmina en unas circunstancias inquietantes, y, a raíz de tal relación, se ve perseguida por una extraña presencia que puede adoptar distintas formas humanoides, pero con unas características definidas. La única manera de liberarse es pasarlo, mediante dicho intercambio erótico, a otra persona… En este dilema, ella y su grupo de amistades vivirán una pesadilla.
Con estos mimbres, el realizador podría haber también pergeñado un producto para adolescente en plena efusión hormonal, de sobresalto calculado y efectista, de usar y tirar, de burdos guiños sexistas y de personajes y situaciones previsibles y estereotipados-as. Pero no lo ha hecho. Antes al contrario. Ha aprovechado sabiamente todas las posibilidades de un relato tan inquietante y aterrador, como sugerente, complejo y pródigo en lecturas y significados.
Para empezar, con una puesta en escena atemporal y oscura, que remite a los 80, en su mirada sobre unas urbanizaciones más que desasosegantes e intranquilizadoras. En la que los adultos rara vez se manifiestan como figuras de autoridad o, simplemente, de orden y protectoras al uso. Su ausencia es notable y sus presencias son, especialmente en una escena sorprendente y tremenda, más amenazadoras si cabe. El grupo familiar y amistoso de la protagonista es, junto a ella, a cualquier hora del día y de la noche, en unas casas u otras, en unos espacios u otros, el verdadero motor del relato.
También en este caso se han eludido, cuidadosa e inteligentemente, perversos lugares comunes. Se cuida y se respeta a los personajes. No son de cartón piedra, ni zafios, ni burdos. Sus personalidades se dejan entrever. Su afecto y solidaridad nunca son puestos a prueba. Las metáforas que la habitan son ricas e incitantes. Determinadas pulsiones machistas son objeto de crítica, frente a la ternura y a otras formas de hacer. Los guaperas de la función son cuestionados, junto a su objetalización de su compañera de cama. Ahí están también el miedo a la edad adulta, al compromiso, a una sexualidad primitiva… A lo desconocido con rostro ”humano’. A un futuro al tiempo previsible e intranquilizador.
Elegante, lúcida, atípica y sí, también aterradora. A su sabia y nada convencional manera, no da tregua y te persigue, tras la proyección, como los inquietantes fantasmas que la pueblan.