Capítulo I: el elefante y el sombrero. Verónica acaba de cumplir treinta y tres años, así, de repente. No va a pasar de este octubre igual que no pasó de segundo de carrera. Ha heredado tu gusto por Bergman, y ya se sabe; no caben las metáforas en este cuento. Venga, sal a la calle, hoy en día se vende la felicidad en botellas de a litro. No te alarmes por el regustillo amargo del final: es la frivolidad. Uno acaba por acostumbrarse. Y si no lo consigues, seguirás el camino de tu hija. Aún así, no te culpes, ella se sabía responsable de su propia incapacidad. “Al pan, pan y al vino, vino, Verónica”, sollozas sin resuello en su última sepultura.
Capítulo IX: migrar. “Hay un final para cada uno de nosotros”, fue lo último que te dijo, sumida en los efectos del whisky y del prozac, sin reparar en que ella era la única que podía haberte sacado de tu maelström particular. Fue justo ahí cuando empezaste a perder la cabeza, o lo que sea eso que tienes sobre los hombros. Sí, eres tú el que no se aprende su propio refrán. Eres tú el que se desdobla en cuatro o en cinco, sobre el papel o sobre el suelo -¿qué es el papel sino tu suelo?-. Sin embargo, y aparte de todo eso, una cosa sigue siendo cierta: van a recordarte porque fuiste lo que fuiste, y no por lo que pudiste ser.
Tu texto y tu mente comparten la misma sintaxis inextricable; la metaficción da tanto de sí. Este momento de lucidez no vale nada, pero es todo lo que tienes. Corre, dale tus escritos al vecino del cuarto izquierda antes de que Verónica empiece a gatear. Por poco se te olvida que eres un artista sin clase. O sea, que no eres nada.
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