Cartas a Nacho

Vida

La Luna llena que da forma de Cristo a nuestras esperanzas en el contraluz del puente fue un luminoso Sol que a las dos de la tarde daba brillo a los globos de colores que redondeaban la ilusión de los niños del barrio, que lo esperaban impacientes en la puerta de la iglesia...

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La Luna llena que da forma de Cristo a nuestras esperanzas en el contraluz del puente fue un luminoso Sol que a las dos de la tarde daba brillo a los globos de colores que redondeaban la ilusión de los niños del barrio, que lo esperaban impacientes en la puerta de la iglesia. Niños que hoy no tienen una edad determinada. El Cristo apareció como siempre lo hace, envuelto en una nube y desde el interior de la sombra.

Este Cristo dulce y paciente, al que todos creen muerto, en realidad va leyendo en su paso las centenares de peticiones que van escritas en sencillas hojas de papel arrancadas de cuajo de libretas de dos rayas. Aquellas que nos marcaban los renglones para que siempre escribiésemos derecho. Para que nunca nos torciéramos. Y ahora que lo hemos hecho. Ahora que nos hemos desviado, volvemos desesperadamente a recurrir a ellas para hacer nuestra petición al Cristo de nuestra devoción. Y Él las tapa con discreción bajo un monte de claveles rojos y hermosos “marca-páginas” en forma de lirios morados. 

Este lapso de tiempo, esta pausa, arrancó con una veloz visita llena de interrogantes a la ventana. La duda se disipó cuando la luz inundó la habitación y descubrió la ropa de nazareno cuidadosamente preparada desde días atrás. Hasta entonces, la túnica, el antifaz y la capa habían permanecido colgados tras la puerta de la estancia. Vigilante del sueño del niño-hombre. Pero ahora no, en ese momento ella es la protagonista. El color negro de la capa era intenso, y el morado de la túnica, reluciente.

El rito comenzaría en breve. Como cuando visten a los toreros, al nazareno lo ayudaría una mano de la persona querida. Ese es el momento en el que, realmente, acaba el viejo año. Para que nazca el nuevo hombre habrá que esperar doce horas. Las que tarda el Cristo en leer las peticiones de sus devotos. Las que tardan los devotos en contemplarlo en la calle. Las que tarda el nazareno en sufrir, en disfrutar esa metamorfosis. Para entonces el sol ya no lo será. Lo habrá sustituido una luna que, a modo de faro, le señalará el camino que lo lleve a cruzar el puente. Preparado, el niño-hombre  podrá cruzarlo hacia el nuevo año.

Mientras, en plena noche, la sombra del Cristo provocada por la luz de hombres que ayudan a otros hombres, protegerá a otro que ha ido silencioso tras Él durante todo el día en memoria de un amigo fallecido. Un hermano del alma que ya no regresará de unas tierras lejanas a la que se marchó por amor. Una persona que recibía de su Cristo refugio y salud.

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