El único protagonista posible de aquellas míticas películas no podía ser otro sino Humphrey Bogart, que era un actor improbable pero indivisiblemente real, con su media sonrisa sarcástica, la cicatriz en el labio, su distante expresión de precavido cinismo, ese aire de estar de vuelta de todo y de ser el enterado de la reunión que se adelanta a los acontecimientos cuando las cosas empiezan a agravarse, como el huracán de Cayo Largo.
El cigarrillo perenne, el whisky doble, el revólver de todas las horas, la mano que afloja el nudo de la corbata, la habitación envuelta en una luz que agoniza y, para completar la escena, una mirada fría que anuncia la redentora violencia del héroe.
Allí estaban las chicas, como de costumbre, luciendo su condición de intoxicantes objetos del deseo, rabiosamente dispuestas a quitarse las bragas, a besar culos y a irse de la lengua, mientras Bogart hacía carrera como seductor tanto de condesas descalzas como de huerfanitas histéricas que se quedaban sin respiración imaginando la previsible y divertida maravilla de su miembro viril. Un caballero de los pies a la cabeza.
En este caso los tópicos se diluyen en la evidencia de los hechos. Como un bienaventurado, Bogart se elevará, incluso en vida, por encima de su propia leyenda. No demasiado alto (1,74), su físico en conjunto (algo así como el de Juan Belmonte respecto al toreo) no se caracterizaba precisamente por ser el más idóneo para convertirse en una estrella de Hollywood, pero sí tenía a su favor unas excelentes facultades dramáticas así como una innegable y demostrada profesionalidad. Los factores más decisivos y atrayentes de su idiosincrasia artística eran la irradiación de una nietzscheana voluntad de poder, la obstinada seguridad en sí mismo, la fibrosa complexión y el sobrio dinamismo de su anatomía, la magnética intensidad de su presencia y esa amplia gama de sensaciones que transmitía toda su figura: desde el inevitable glamour no exento de matices canallescos hasta el efluvio paternalista de una perversidad virtuosa, pasando por todo lo demás.
En la edad de oro del cine estadounidense el negocio funcionaba de otra manera y fueron bastantes los feos carismáticos (o no guapos) que lograron un puesto en las alturas, como Boris Karloff, Bela Lugosi, Peter Lorre, Edward G. Robinson, Karl Malden, Ernest Borgnine o el increíblemente superlativo Walter Matthau. Pero Bogart no era feo ni tampoco guapo. Él respiraba más allá de los cánones y de las categorías convencionales y vulgares de la belleza masculina, razón por la cual podía llevarse de calle a cualquier espécimen de mujer en cualesquiera circunstancias. Bogart fue un modelo exclusivo e irrepetible.
A veces, en un primer momento, su aspecto producía la impresión del gángster “Popeye” cuando Faulkner lo describe en las páginas iniciales de Santuario: “Su rostro presentaba un extraño color exangüe, como iluminado por una luz eléctrica; enmarcado por aquel soleado silencio, con el sombrero ladeado y los brazos levemente separados del cuerpo, tenía esa desagradable falta de profundidad de la hojalata en relieve”. Pero luego tenía lugar el cambio hacia el infalible efecto persuasivo. Bogart jamás necesitó ser profundo; le bastaba con ser él mismo y un actor incalculable.
En el funeral de Humphrey Bogart, en enero de 1957, John Huston pronunció las siguientes palabras: “Bogie era feliz en el amor y en el trabajo. De entrada tenía el mayor don que puede poseer un hombre: el talento. Su vida, aunque no fuera larga, la vivió de forma vigorosa, plena… No tenemos ningún motivo para compadecerle sino, más bien, para compadecernos a todos nosotros por haberle perdido. Él es absolutamente insustituible. Nunca habrá nadie como Bogie”.
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