Tengo que confesarle que soy católico, pero no fanático, y por ello, discrepo de la satanización que está haciendo la Iglesia de esta nueva ley. Es por ello, que al igual que me fastidia y veo incomprensible que un político quiera inculcarles a mis hijos unos hábitos de conducta, también veo que no es justo que los que no quiera practicar la religión se vean obligados a ello. Estamos en una democracia cuya máxima es que tu libertad acaba donde comienza la del prójimo, y que yo sepa que el prójimo mate a sus vástagos no es competencia mía y no tengo por qué obligarles a seguir mi doctrina, al igual que ellos no tienen por qué obligarme a seguir la suya.
La pasada semana un conocido columnista ha escrito que en cierto programa de televisión “le pegó un corte” a un homosexual asegurándole que si cogía el sida, seguramente a sus pies no estaría ningún defensor del aborto, ni ningún gay… estaría una monjita, al igual que en muchos pueblos de África, donde el sida alcanza más del 80 por ciento de la población. Todo esto venía al caso, porque dicho señor –el homosexual– había criticado al Papa, por sus desacertadas manifestaciones acerca del uso de condón en esas lides. Para empezar, una cosa es que los misioneros sean católicos y otra, que dado que los católicos cuiden a los moribundos éstos tengan el deber moral de seguir sus enseñanzas. Aunque las monjitas se desvivan por ellos, los que se mueren no son los esclavos, si no sus ciervos.
Ya lo dije hace pocas semanas, va siendo hora de que la Iglesia aprenda de que con el catecismo debajo del brazo tiene poco que hacer. Y que sin abandonar sus directrices se puede evangelizar y seguir los designios de Dios pero con más cabeza que corazón. Que estamos en el siglo XXI y Benedicto no es el primero, sino el XVI, a ver si espabilamos.
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