No tenían sentido aquellos arranques de huída cuando sabía a ciencia cierta, tan cierta como que dos y dos son cuatro, que volvería habiéndose tragado toda la sal de un sorbo. Que le escocería en la garganta durante mucho tiempo después. A la vuelta. Al volver soñando que eran cinco. Dos y dos.
Disimulaba irguiendo la cabeza y recogiéndose en silencio en una cama de sábanas impolutas. Con muchas, muchas mantas sobre su cuerpo tan frío como etéreo. Por temor a fugarse mientras dormía. Para seguir sujeta contra la ingravidez de su persona. Si es que seguía siendo una persona.
Cuando no pudo más, se refugió en un cine. Se conformó con saber que volvería a casa sola sin nadie con quien comentar la película. Contenta con la seguridad de las butacas vacías a ambos lados de sus brazos. Comiéndose a puñados las pipas peladas que había comprado antes de entrar. No se atrevió después a acudir a la playa a fumarse un cigarrillo. Demasiadas emociones para una primera vez.
Cuando descubrió que podía más. El cine solo fue una excusa para beberse el mar a borbotones. Contó las olas poco a poco, con los dedos, como si estuviese, de pronto, aprendiendo a sumar. Muy despacio, descubriendo el tacto de la piel del océano. Dos y dos son cinco.
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