Fantomas representa el mal aritmético orientado por una decidida voluntad de poder que no se detiene ante nada ni ante nadie. Los últimos objetivos de sus pérfidas maquinaciones no están del todo claros: son ambiguos, tenebrosos y enigmáticos. Es un ladrón insólito, un asesino frío y calculador, un sujeto que se recrea en el daño que inflige. En el fondo, es un gran psicólogo que aplica sus conocimientos tanto a los individuos como a las masas. Su sentido de la compasión es igual a cero; su capacidad de desprecio carece de límites; sus espantosas fechorías revisten casi siempre un rango espectacular.
En 1913, Fantomas pasó al cine de la mano del maestro Louis Feuillade, quien dirigió cinco películas basadas en la serie novelesca. Edward Sedwick realizó, en los Estados Unidos (1920-21), un conjunto de episodios sobre el mismo tema para la Twentieth Century Fox. En 1937, Ernst Moerman llevó a la pantalla un trabajo poético-surrealista a propósito del infame antihéroe. Todos estos filmes son mudos y en blanco y negro. En los años 30 y 40 surgieron otras producciones cinematográficas en B/N pero ya habladas. En los años sesenta se ruedan en color las tres famosas cintas a cargo de André Hunebelle: Fantomas (1964), Fantomas vuelve (1965) y Fantomas contra Scotland Yard (1966), con el inolvidable Louis de Funès en el papel del comisario Juve, Jean Marais como el periodista Fandor y Milêne Demongeot como la novia de Fandor. En esta etapa, y con la ayuda de los avances tecnológicos, Fantomas se convierte en icono de la Cultura Pop. Es el Fantomas de la máscara verde y los impecables ternos oscuros, que conectará, posteriormente, con el ámbito de las más alucinantes fantasías futuristas del sadomasoquismo posmoderno.
La primitiva apariencia de Fantomas consistía en una ceñida malla negra con una máscara de idéntico color que sólo dejaba ver su escalofriante mirada. De inmediato, Fantomas se erigió, en aquella época de su salida a escena, en figura mítica de las vanguardias, especialmente del Surrealismo, el cual lo valoró como proyección de las sombras del inconsciente. La fascinación de los surrealistas por Fantomas se justifica, además, por la amoralidad del perverso bandido, por su patafísico sadismo, por su extraordinaria destreza para el disfraz, la cual le permite suplantar cualquier personalidad. Fantomas es el símbolo de la trasgresión infinita y sistemática contra todo orden social, y también encarna un morboso erotismo de naturaleza esotérica y maldita: el amor de Fantomas (puramente radiactivo) es diabólico y letal, pero incluso desde su condición de depredador sin entrañas posee el hipnótico atractivo característico de ciertas cobras que pululan por los cuentos orientales. Temerario, escurridizo, verdadero artista de la fuga, sus huidas inverosímiles sumergen a todos en la perplejidad. Recientemente, Fantomas se ha vuelto apocalíptico. Aburrido de una humanidad patética e insulsa, amenaza con destruir este planeta para irse a vivir a otro.
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