Para Sevilla, patria de la geometría de los sentimientos y huésped preferida de la Gracia, el ideal de perfección ha sido siempre una cuestión de límites. Lo supo ver Romero Murube al afirmar: “El sevillano lo mide y lo calibra todo”
Y es dentro del universo de la Semana Santa donde la Ciudad revela el preciso sentido de la medida. El sevillano, de generación en generación, ha ido construyendo una ciudad ideal con los materiales de la devoción y el sentido estético. Pero de todas las creaciones destaca una que supera a todas: El paso de palio.
De un episodio de la Pasión, la tradición sevillana ha extraído su significado último, puramente conceptual y lo ha convertido en representación del Amor y del Dolor. De este modo, el palio será primero sentido, reflexión sobre las más profundas verdades de la fe y, después, se hará sentimiento: porque nos hace cobrar conciencia completa de que estamos muy cerca de Dios por medio de la Virgen.
El palio es una especie de escudo protector con el que la Ciudad procura aliviar el sufrimiento de María. El protocolo se despoja absolutamente de su frialdad y Sevilla lo convierte en muestra de cariño entrañable. Mezcla sus lágrimas con las de la Virgen. Se une interiormente y participa con Ella en los méritos de la Pasión y también anticipa con la Esperanza una alegría que es el fin del paso por la tierra.
En el paso de palio la fe se hace cultura, lo inefable se encarna en la madera, los tejidos, la cera, la flor, los bordados,…; el amor a la Virgen, rasgo fundacional de la Ciudad, queda transformado en vivencia tangible, en costumbre sujeta al espacio y al tiempo, un espacio y un tiempo a medio camino entre lo natural y lo que excede a nuestra naturaleza.
Sevilla consuela a su Madre con esplendores de belleza; la rodea con las joyas más ricas de las que puede valerse; le devuelve así, con sentido de humildad, un poquito de la Gracia que recibió de Ella en el momento de su nacimiento. Por lo demás, nuestros pasos de palio suponen la más cumplida demostración de la teoría estética sevillana entendida como regalo del espíritu, como suma y conjunción armoniosa de elementos diversos.
La medida convertida en plenitud; el detalle, transformado en ofrenda sacrificial. Los eruditos discutirán la mayor o menor adecuación de cada uno de ellos a un escondido modelo ideal, a ese cambiante canon del paso de palio. Incluso, y ante el asombro de los no entendidos, el capillita, en su vertiente inquisitorial (molesta pero necesaria), impugnará maliciosamente las decisiones tomadas por tal o cual hermandad respeto al tocado que ciñe la cara de la Dolorosa, la elección del capataz, la pertinencia de las flores, de la música o la disposición de la candelería… No nos dejemos engañar: son reproches de amor. Cualquiera de ellos no vacilaría en trocar la crítica por encendida defensa si se viera compelido a ello por el ataque ignorante del descreído o de los indiferentes.
En algún lugar hemos escrito que la obra de arte total ya estaba inventada en Sevilla. Y si hubiera que elegir un elemento concreto como muestra de esta creatividad sevillana, florecida sobrenaturalmente en cada Semana Santa, no hay duda posible: El paso de palio; he aquí el supremo regalo que Sevilla ofrece al mundo. La Ciudad se hace escenario de esta epifanía; su suelo, tierra sagrada ante la que conviene descalzarse.
Mientras que la Ciudad conserve su identidad, la calle, la cofradía, el habla, el modo de vestir, las normas de cortesía, la música, la literatura, la mística popular, el sentido del humor… todas esas cosas se mostraran como manifestaciones plurales de una entidad única y no hará falta añadir ni quitar nada, porque la Ciudad misma, con su propia fuerza vital, irá dando el mismo tono a cuantas realidades surjan del tesoro de la tradición en su unión con el “paso” del tiempo.
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