Recuerdo perfectamente la oleada de robos que se produjo en la cercana Punta Umbría -supongo que también en otras playas- a finales de los setenta y principios de los ochenta del siglo pasado. La droga hacía estragos, aunque todavía no había dado su peor cara, y rara era la semana en la que no entraban en tu casa a llevarse cualquier cosa que pudiera venderse o canjearse por un chute. Y también recuerdo los comentarios indignados de los propietarios de esas casas. Viendo sus cerraduras forzadas, las rejas de sus ventanas violentadas, sus cosas rotas o maltratadas, eran comunes las muestras de indignación, la exhibición de los inconvenientes de la recién estrenada democracia y las quejas a un sistema legal, policial y judicial que parecía no hacer nada contra esos delitos. Eran muy normales las referencias a lo que pasaba y lo que no pasaba con Franco y, sobre todo, eran de lo más común las soluciones que se proponían al respecto. Todo el mundo tenía la respuesta al problema, que cada uno veía con tanta claridad que nadie entendía cómo podía seguir existiendo dicho problema con lo fácil que era atajarlo. Recuerdo, tendría yo la edad de Carlitos, el niño de “Cuéntame”, algunas de esas soluciones, que iban desde pillar al chorizo e inflarlo a ostias sin más, propuesta por otra parte mayoritaria por su carácter educativo y ejemplarizante, hasta las que incluían lanzarlo al mar con un rezón atado a los pies, de carácter minoritario pues, aunque de gran predicamento inicial, terminaba siempre con la fábula del ratón, el gato y el cascabel. Una de las propuestas que más me llamó la atención era la referida a la electrificación de algunos componentes de la vivienda, de modo que el caco muriera electrocutado durante el robo y, sobre todo, la sugerencia de envenenar las botellas de alcohol, pues se sabía que, aparte de la sustracción de enseres, era común entre los ladrones acabar con la bebida de la casa. El uso de raticida tendría, caso de llevarse a cabo, el mismo efecto letal que la electricidad, con la ventaja de que descartaba que el saltar de los plomos echara al traste la trampa y, sobre todo, garantizaba que el cuerpo del choro envenenado iba a aparecer fuera, incluso lejos, de tu casa. Siempre me tomé estas cosas como lo que son; simples bravuconadas dichas en caliente por quien tiene un problema, incapaz, por supuesto, de pensarlas con un mínimo de seriedad y mucho menos de ejecutarlas. Pero el mundo es muy grande y alguien ha envenenado una botella de güisqui en Almería y ha matado a uno y veremos a ver cómo acaban otros dos o tres que han bebido de ella. Es lo malo de las bravuconadas.
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