La falta, o en muchos casos, la ausencia directa de empatía, esto es, ponerse en el lugar de los demás, es la causante de la mayoría de los problemas que padecemos hoy en día. Creo firmemente que el nivel de una sociedad se mide en función de la capacidad que tiene la suma de cada individuo que la conforma de involucrarse afectivamente en los problemas de los demás. La evolución de esta inteligencia común ha sido básica para la supervivencia del ser humano a lo largo de la historia.
Nadie es realmente autónomo, todos dependemos en mayor o menor medida de alguien por muy independientes que queramos ser. Por desgracia, la crisis es terreno abonado para que los psicópatas campen a sus anchas. Y para imaginarnos a un psicópata no hace falta que evoquemos la imagen hollywoodiense del asesino en serie. Es mucho más sencillo que eso. Un psicópata puede ser cualquiera en un grado mucho menos dramático. Toda persona incapaz de percibir mínimamente como suyo lo que siente un congénere, que no siente remordimientos y ve a los demás como meros objetos con los que conseguir sus fines es un psicópata. Y vaya si abundan. La figura del triunfador moderno, el trepa, ese que toma una decisión a sabiendas de que perjudicará a otros para beneficiarse a sí mismo sin importarle nada, ese que nos ha llevado a la crisis económica de cabeza, por desgracia, aún sigue siendo el modelo a seguir, la imagen del triunfador.
No es raro, pues, que ocupen puestos directivos en las empresas, o allá donde haya decisiones que tomar en las que su frialdad y su falta de humanidad sean unas preciadas cualidades. Porque sí, hay personas que pueden dormir tranquilas la noche del mismo día que han firmado un despido masivo, por ejemplo. No nos debe sorprender, no seamos ingenuos. Todos, en mayor o menor medida, pensamos en nosotros mismos. Lo que marca la diferencia es lo que cada uno está dispuesto a dejarse de sí en el camino. Y ahí entran en juego los sentimientos. La compasión, el afecto, la ternura y la delicadeza parecen lujos que muchos no pueden permitirse por identificarse erróneamente como debilidades. Hay quien lo trae de fábrica, en cuyo caso se trata de una cualidad innata. Otros se han forjado a base de golpes y excusas. En este último caso, las típicas justificaciones son del estilo de “si nadie piensa en mí ¿por qué iba yo a pensar en los demás?” o “a mí me hicieron daño, luego yo lo hago”. No son más que formas de autoconvencerse, de dar validez moral a acciones intrínsecamente malas. Esta conducta es propia del egoísta e, insisto, nadie está libre de ella habida cuenta de que somos individuos, esto es, seres indivisos, yoes.
De ahí que seamos tan subjetivos cuando hacemos juicios de valor comparándonos con otros. Un ejemplo gráfico, sencillo y que con toda probabilidad el lector habrá vivido: la sala de espera del médico de cabecera. Uno llega un poco antes de su hora de consulta y pregunta por dónde va el doctor. Resulta que acumula bastante retraso, pongamos, 30 minutos tarde respecto de lo que le correspondería. Un paciente sale del despacho y cuando ya no está al alcance auditivo alguien critica que se haya llevado por lo menos 10 minutos dentro. “Es que este médico es muy lento, yo tengo cita a las cuatro y media y acaba de entrar el de las cuatro”. Los ánimos se caldean, algunos se envalentonan y se unen al coro que acusa al doctor de demasiado tranquilo, huevón y demás calificativos injustos. Pero resulta que el médico, que no lleva demasiado tiempo al frente de la consulta de este ambulatorio, está haciendo lo que tiene que hacer lo más deprisa que puede. Aún así la mayoría de la sala de espera lo critica. Sin embargo, el quejica quiere, por otra parte, que el médico le atienda de la mejor manera posible porque si no la protesta sería la contraria, que el doctor le despacha casi sin siquiera haberle mirado. O sea, quiero que tarde poco con los demás, para así entrar yo rápido, pero a mí, que me mire el tiempo que haga falta. Luego nos quejaremos de lo mal que está la sanidad y de la poca profesionalidad de los facultativos. Haberlos haylos, como en todo, pero no nos confundamos. Que tratar con la gente tiene muchísima guasa. Porque no todo son derechos, también hay obligaciones y el público no tiene siempre la razón.
No todo tiene que estar dispuesto solo para mí, no tengo que ser el primero siempre, no tengo que pasar por encima de nadie para lograr lo que quiero, no tengo que humillar al camarero para que me traiga otra cerveza y, sobre todo, en esta época en la que las redes sociales amplifican el pensamiento de tanto descerebrado, no hay que mofarse públicamente de quien ha cometido un fallo o tiene un defecto porque nadie está libre de ser el siguiente en la cadena. En definitiva, se trata de poner en práctica un principio muy básico y que escasea, ese que dice que no le hagas a nadie lo que no quieres que te hagan a ti.
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