Es justo admitir que el mérito de ese cambio, en gran medida, le corresponde a ella, pero ayer se vio sobrepasada por el tedio y cayó en las garras de la rutina y la linealidad.
La función tiene aspectos tan gratos como el baile con el mantón, la sutileza de los cuadros y... ¿qué más? Poco más.
Es posible que, después de crear ambientes y escenas tan originales en sus obras precedentes, en ésta se haya decantado por sosegar sus planteamientos y volver a un tipo de baile que se limita a ser más sosegado y tranquilo, acaso menos creativo.
Y una cosa, quede claro, es agotar momentáneamente las ideas y otra bien diferente es subestimar la carrera de la trianera. Nadie con un mínimo de sensatez osaría dudar de su grandeza como bailaora.
El caso es que el Auterretrato deja algo fría la noche, motivo por el cual, dejando al margen el aprecio por su trayectoria –que se da por sentado– y analizando tan sólo la obra de anoche, conviene subrayar que se diluye a las primeras de cambio y ni siquiera los poemas de mis queridos Miguel Hernández y Antonio Machado –lo más granado del Parnaso– hicieron mella en el estado anímico, por mor de una mala interpretación de las Nanas de la cebolla del poeta de Orihuela por el cuerpo de cante, así como por un artificial cante de una pequeña estrofa de Proverbios y cantares del poeta sevillano.
Sabe mal que las letras de los vates más insignes de la Literatura Española sean tratados a la ligera, sin la hondura que merecen sus biografías. Menos aún siendo María, como es, una gran apasionada de los versos de ambos poetas.
Uno de los juegos que ofrecieron más enjundia fue el del baile con un espejo que se empeñaba en perseguir a la bailaora por todo el escenario.
Parecía, en esos instantes, que Auterretrato entraría pronto en la dinámica de las anteriores representaciones de María Pagés, pero del amago se pasó a la cadencia plana y monocorde, sin sobresaltos, exceptuando unos maravillosos movimientos, de efecto sublime, con el mantón.
El aspecto coreográfico en el flamenco no termino de entenderlo bien, por tanto, aún no logro encajar –obsérvese que utilizo la primera persona para recalcar que es mi propia y subjetiva opinión, no la gran verdad universal– el empeño, la persistencia de los bailaores al tratar de argumentar a base de números donde los bailaores de grupo –lo siento, pero a veces habría que decir figurantes o extras– se coordinan todos como si del flamenco pasásemos a otras disciplinas de danza, que sí tienen más en cuenta esa milimétrica conjunción.
Otra excepción, por ir intercalando arena y cal, es la de los tanguillos en los que María Pagés cantaba en su relato el trasiego que vive una compañía artística.
Después de eso, lo segundo o tercero mejor –¿quién dijo cuarto?– que tuvo la obra fue la duración, pues a la diez y media de la noche ya estaba el respetable –¿respetado?– en la calle, poniendo pies en polvorosa rumbo a esas mágicas reuniones de bares y peñas que fomentan la amistad y la filantropía con amigos que se consolidan después de tropecientos festivales.
Autorretrato tuvo dos colores sin matices cromáticos: sólo el blanco a veces y el negro casi siempre y, entre medias, algún atisbo de gris plomo.
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