Me gusta la palabra ‘Tabanco’. Es jerezana y me suena a solera, a vino y trasiego, a cante por bulerías al compás de unos nudillos que golpean un ajado mostrador de madera. A la cultura de un pueblo, el jerezano, que une genio y arte, cadencia y alegría. Acostumbraba, en mis tiempos mozos, a recorrer uno a uno los viejos tabancos de Jerez. Sugestivos refugios de nostálgicos por donde parecía que nunca pasaba el tiempo y en los que se tomaba vino a granel, servido en “vasos” directamente de la bota y lo acompañaba con papelones de queso, sardinas en salazón y arencones. Recuerdo ‘La golondrina’, en la barriada de La Plata; el tabanco de los Páez, en la calle Juan de Torres; los ‘Pare y Beba’ que proliferaban por toda la ciudad; los tabancos de Antonio Martín ‘El Nono’ y ‘El Gallego’, en San Agustín; ‘La pandilla’, en calle Valientes; ‘El guitarrón’ en calle Doctrina; el Tabanco ‘Eloy’ en la calle Bizcocheros; y decenas más de unos despachos de vino que en otros lares denominan tascas, tabernas o cantinas. Pero permítanme que hoy me centre en los únicos que quedan abiertos en la ciudad. ‘El Pasaje’, en calle Santa María, y ‘San Pablo’, en la calle del mismo nombre. El primero continúa fiel a su tradición centenaria despachando únicamente vino (por cierto que tiene un palo cortado… de impresión, oiga). El segundo (que muchos siguen denominando Tasca San Pablo, en vez de Tabanco) es uno de mis lugares de culto enológico y de charla animada con mis amigos de siempre. Un amontillado, acompañado por unas aceitunitas y unos cacahuetes, me hacen revivir cada mediodía mientras observo sus carteles de toros y los anuncios de vinos que ya desaparecieron en la noche de los tiempos. El tabanco San Pablo cumple ahora 75 años. Se inauguró, por tanto, en 1934. Un vetusto azulejo, sobre las botas, atestigua que fue segundo premio del concurso de tabancos en el año 1953. A Jesús Muñoz te lo encuentras en ocasiones detrás de la barra, sirviendo animadamente un “vaso” y una tapita de chicharrones. Otras, charlando con sus clientes/amigos al otro lado. Jóvenes y mayores deambulan cada día entre los bancos de madera vieja, mientras las palomas entran y salen con un medido descaro a la caza de algún resto de cacahuete en el suelo y un tímido pero osado rayo de sol se cuela en el interior. Miro la hora. Ya ha bebido el Papa. Vámonos que nos vamos. Les dejo que me voy a San Pablo. Jesús, ¡Un vaso!... y unos cacahuetes...
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