No hay pregunta más complicada de contestar que la de si uno es feliz. A veces me gusta plantearla para ver las distintas percepciones que los individuos tienen de la misma. Hay respuestas para todo tipo de gustos. Muchos se plantean su existencia. Para otros es un estado que perdura día tras día. Para algunos más, la felicidad es un momento breve de intensidad alta que aparece a la vuelta de cualquier esquina y que con sagacidad debe saborearse. Y por último tenemos los que opinan que no es más que el máximo, y casi siempre añorado, objetivo en la vida.
Yo tengo mi propia idea de lo que podría ser la felicidad. De algo tan subjetivo y etéreo, cualquier intento de dotarle de cuerpo y forma no pasa de ser una mera elucubración, apellidada además sui géneris y, por tanto, sujeta a un margen de error abismal.
Sin embargo, nunca vi a nadie tan feliz como aquél que exprime y bebe todo el jugo de la rutinaria cotidianeidad. Aquél que vive el segundo como el último instante de su vida. Aquél que respira presente sin pesarle el pasado ni turbarle el futuro. Aquél que mientras los demás corren, él vive. Lean el siguiente relato, una historia real, y reflexionen.
[Un hombre se sentó en una estación del metro en Washington y comenzó a tocar el violín en una fría mañana de enero. Durante los siguientes 45 minutos, interpretó seis obras de Bach. Durante el mismo tiempo, se calcula que pasaron por esa estación algo más de mil personas, casi todas camino a sus trabajos. Transcurrieron tres minutos hasta que alguien se detuvo ante el músico. Un hombre de mediana edad alteró por un segundo su paso y advirtió que había una persona tocando música. Un minuto más tarde, el violinista recibió su primera donación: una mujer arrojó un dólar en la lata y continuó su marcha. Algunos minutos más tarde, alguien se apoyó contra la pared a escuchar pero enseguida miró su reloj y retomó su camino. El que más atención prestó fue un niño de alrededor de tres años. Su madre le tiraba del brazo, apurada, pero el niño se plantó delante del músico. Cuando su madre consiguió arrancarlo del lugar, el niño continuó volteando su cabeza para mirar al artista. Esto se repitió con otros niños. Todos los padres, sin excepción, los forzaron a seguir la marcha.
En los tres cuartos de hora que el músico tocó, sólo siete personas se detuvieron y otras veinte dieron dinero sin interrumpir su camino. El violinista recaudó 32 dólares.
Cuando terminó de tocar y se hizo el silencio, nadie pareció advertirlo. No hubo aplausos ni reconocimientos].
Nadie lo sabía, pero ese violinista era Joshua Bell, uno de los mejores músicos del mundo, tocando las obras más complejas que se escribieron alguna vez, en un violín tasado en 3,5 millones de dólares. Dos días antes de su actuación en el metro, Bell colmó un teatro en Boston, con localidades que promediaban los 100 dólares.
La actuación de Joshua Bell de incógnito en el metro fue organizada por el diario The Washington Post como parte de un experimento social sobre la percepción, el gusto y las prioridades de las personas.
La consigna era: en un ambiente banal y a una hora inconveniente, ¿percibimos la belleza? ¿Nos detenemos a apreciarla? ¿Reconocemos el talento en un contexto inesperado? Una de las conclusiones de esta experiencia, podría ser la siguiente: Si no tenemos un instante para detenernos a escuchar a uno de los mejores músicos interpretar la mejor música escrita, ¿qué otras cosas nos estaremos perdiendo?
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