Hablillas

Olimpiadas particulares

El lugar no es un estadio sino la calle Real, levantada, herida y tan gris como la melancolía de los atletas improvisados que la recorren añorando la sombra.

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Se denominaba Olimpia al espacio de cuatro años que mediaba entre dos celebraciones de los juegos olímpicos, espacio que el vulgo contaba como cinco, aunque en realidad fueran cuatro completos. Eran los más célebres de Grecia y su historia se rememora y continúa en la actualidad como entonces, cuatrienalmente, tras el solsticio de verano. Londres es ahora el centro del mundo deportivo, con sus exhibiciones y competiciones no exentas de polémica. Y es que no se concibe el día a día sin ella.

El deporte, antaño, se consideraba una válvula de escape –terapia, para un especialista-, un medio para descargar tensiones gritando e insultando pero con la idea puesta en un lugar distante, con cabezas y cuerpos distintos a los que se movían de un lado a otro del estadio. Quizás esta afirmación resulta exagerada o todo lo contrario, sin embargo ha sido repetida en todas partes.

El deporte, en la actualidad sigue teniendo el mismo fondo, si bien la forma lo va corrompiendo al paso de los días, convirtiéndolo en lo más parecido a una tertulia de tele-realidad. Hace años hubo un intento, un ramalazo de aquella impresentable “Tómbola”. Menos mal que desapareció en breve pero dejó una estela que aún perdura.

Pero retomemos el hilo de la hablilla, los juegos olímpicos, aquellos que comenzaron hacia el año 776 antes de Cristo, unos veinticinco años antes de la fundación de Roma, unos juegos que se han eternizado, aunque de aquella primera olimpiada quede poco más que el nombre. Si consultamos su historia –viene muy bien en Wikipedia- observamos que ha pasado y sufrido los mismos ciclos: supresiones, interrupciones, prohibiciones y anulaciones, con la rivalidad, la competitividad y el espectáculo garantizados.

Las olimpiadas poco han variado desde entonces: la duración que antes estaba reducida a cinco días y ahora se extiende a poco más de dos semanas y la autorización a que las mujeres entraran al estadio, porque recordemos que los atletas luchaban desnudos desde que Orcipo sufrió las consecuencias de la rotura del calzón que llevaba.

Como se anotaba anteriormente, estas y otras curiosidades nos las encontramos si navegamos un rato por Internet. Lo que la Web no nos proporciona es, por poner un ejemplo, el número de ciudades que celebran sus particulares olimpiadas. Sin salir de nuestra piel de toro, casi todas las que aparecen en los reportajes de encuestas y entrevistas breves a pie de calle tienen una valla amarilla que asoma  o se oye la percusión metálica de un martillo pilón. La zanja viene después, con mayor o menor profundidad pero abierta, dispuesta a acoger en su seno al ser más inestable,  despistado o tan caedizo como las hojas de un árbol.

Pero La Isla aventaja a estas ciudades en lugar y tiempo, como la colocación de las secuencias circunstanciales en una oración. El lugar no es un estadio sino la calle Real, levantada, herida y tan gris como la melancolía de los atletas improvisados que la recorren añorando la sombra, poniendo especial cuidado donde pisan para que no queden presos los zapatos, sorteando las vallas para evitar engancharse en los pasadores, alargando los pasos según la dimensión de los agujeros, batiendo records de saltos de obstáculos en las aceras.

En cuanto al tiempo, no son cinco días, como en la antigua Olimpia, ni dos semanas sino más de tres años de participación sin que, por ahora, se sepa cuándo tendrá lugar la ceremonia de clausura. Los graciosos piensan, con ironía, en otro apartado para la ley de Murphy.

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