Antonia Álvarez Álvarez (Babia, León), con su libro “Donde la nieve”, ha resultado ganadora en la citada convocatoria. Con ésta, suma su séptima entrega, y vuelve a demostrar que la suya es una voz poética rica en tonalidades y madura en su propuesta.
En su poemario anterior, “Almas” (2009), la escritora leonesa componía un original universo donde el yo lírico relataba la cotidiana cercanía de muchos de los objetos que nos acompañan los dones y desdichas que acontecen a cada uno de ellos.
Desde un paisaje de realidades vívidas y vividas, Antonia Álvarez expandía su fe creadora y volcaba sobre el papel una esfera distinta y personalísima, llena de bellos y terrenales instantes.
Y así vuelve a ocurrir en su nuevo libro al hilo de este espacio y este tiempo, en los que el lector se deja cubrir por un manto cálido de nieve, en donde los versos fluyen con latido melancólico: “Nadie ve la tristeza, la profunda,/ esa que se arrebuja bajo el manto/ helado del invierno”.
En sus dos primeras partes, “Lugares” y “La nieve del recuerdo”, se adivina un tono elegíaco (“Mira, madre, tus manos/ blancas y rosas:/ en el arroyo helado,/ dos mariposas”), a la vez que un halo de remembranza se adentra por entre la piel de un ayer muy presente (“Antes que el tiempo turbio nos sepulte/ el vértice de luz de lo vivido,/ quiero sembrar de copos la memoria”).
Su último apartado, “Nieve encendida”, circunda los territorios amantes (“Sólo moras salvajes/ me supieron a ti,/ belleza impura”) y confirma, en suma, el verbo emocionado y auténtico de una poetisa que sabe de la luz inmensa que esconden las palabras.
En su XXVII edición, el premio “Gerardo Diego” para autores noveles fue a parar a Beatriz Viol por “Los mapas perdidos”.
Esta barcelonesa del 83, licenciada en Antropología Social y Cultural, afronta su bautismo lírico con un conjunto de poemas donde prima la explícita inquietud de algunas preguntas que demandan respuestas con las que hacer más llevadera la existencia: “¿Qué busca esa gente/ con mapas en las manos?”; e incluso interrogantes de mayor hondura: “¿Quién me reconocerá/ cuando me deshaga de/ los lazos, el jabón, el pelo (…) la ropa, el perfume, la piel?”.
Y detrás de tal actitud, se halla, a su vez, el secreto de estos versos, que cruzan los paisajes amados, los instantes más solitarios, las ciudades cercanas o difusas, las heridas del ayer, los miedos silenciados, la esperanza callada…, o lo que es lo mismo, el escondite más seguro desde donde iniciar una nueva andadura íntima y confiada: “Después de cruzar puentes,/ atravesar bosques,/ nadar ríos,/ salvar barrancos/ y subir montañas,/ llegamos a este páramo/ donde no había nada/ geográficamente destacable,/ salvo un pino./ Y bajo su sombra/ pasamos la tarde recostados”.
Pero previo a esa certidumbre, hubo un tiempo de temores, de tristura, de áspera memoria, y se tuvo que trazar un mapa vital distinto, renovador y duradero para afrontar un mañana acogedor. Pues, como bien afirma Beatriz Viol -en esta primera entrega tan bien armada y resuelta con lucidez-, “Somos de un camino/ y de los pueblos que respiramos./ Seguimos vivos después de partir”.
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